Hace unos días el INE daba a conocer los datos sobre natalidad del primer semestre de 2022. Nacieron 159.705 bebés. Por ponerlo en un titular, los españoles tienen hoy la mitad de hijos que hace cincuenta años, siendo diez millones de habitantes más.

Leyendo las crónicas de Augusto Assía en Londres durante la Segunda Guerra Mundial me topé con un artículo que se hacía eco de los datos demográficos de Inglaterra, y en concreto sobre un inesperado aumento en el número de hijos por segundo año consecutivo, en plena guerra (el artículo tiene fecha de marzo de 1945). Lo primero que llama la atención es la actualidad del texto, porque contiene algunos análisis que, más allá de ciertos detalles, podría haberse escrito hoy, prácticamente ochenta años después, sin mayo del 68 ni ecologismo antihumano.

Assía glosa algunos de los factores que el personal tuvo en cuenta para dar respuesta al cambio producido, que son: el peligro al descenso de la población, las nuevas oportunidades y una mayor seguridad social y económica y, por último, que la guerra hubiera restringido el gusto por los coches, los viajes, el confort y, dice, la moda de los pisitos. No obstante, Assía descarta una influencia decisiva del factor económico. Si atendemos los indicadores urbanos del INE comprobamos rápidamente que los municipios españoles con mayor renta y menor paro no son, ni de lejos, aquellos con mayor número de hijos. Pero no creo que sea interesante escribir otro artículo más sobre la importancia de tener hijos. Los datos del INE nos revelan lo que hay, no lo que falta, es decir, 159.705 bebés, sumados a los más de trescientos y pico mil que nacieron el año pasado, y el anterior, y el anterior.

Porque de esto hablamos todos y mucho, de traer críos al mundo —a este mundo—, y también de la incertidumbre sobre su educación y desarrollo. Todos compartimos alguna que otra certeza al respecto, pero una de las más evidentes es que la amenaza de la quiebra de las pensiones o el relevo generacional no sirven como aliciente, porque intuimos que, en el fondo, un hijo no puede ser fruto de algo parecido a esto. Es la pregunta que se hacía Fabrice Hadjadj: ¿por qué dar la vida a un mortal? Esta pregunta también se la hacía hace unos días una periodista de El País, que había decidido no tener hijos. Su decisión, confiesa, «se alinea con una cierta pesadumbre (…) sobre el estado del planeta», «una perspectiva más bien pesimista sobre la vida que va a ser posible en esta Tierra», en un «estado de deterioro imparable» que les «generaría mucho sufrimiento y angustia dejarle a ese nuevo ser al que le diéramos vida». «¿De verdad tenemos que seguir teniendo hijos?».

A veces la actualidad no es más que un sucedáneo del presente. La observamos, nos formamos sobre ella, nos entusiasma, nos hastía. Proporciona temas, bandos, preocupaciones, marcos de pensamiento, que pueden ser en mayor o menor medida generosos con la realidad. Como una orilla de la historia en que van a arribar los restos conducidos por la corriente, la actualidad instala inquietudes a la vez que el presente pide ser vivido.

En distintos foros he venido escuchando toda clase de preocupaciones sobre el mundo en el que vivirán nuestros hijos, sobre cómo educarlos y protegerlos en esta hora llena de ruido y furia. Junto a las víctimas de la «ecoansiedad», también los hay que temen a la ideología de género, la pornografía, el neoliberalismo, la posmodernidad… Queremos hijos que no pequen o que sean ecoresilientes, sin olvidar que todo es en vano si no aman el rostro al que se enfrentan en el espejo del baño cada mañana, cada noche; que todo es en vano si no concurre una afirmación de la persona humana en toda su integridad, de la realidad con todos sus recovecos, incluidos la precariedad, los bajos salarios, la inestabilidad y la soledad.

Si la vida no es un bien —si esas 159.705 vidas alumbradas no son un bien— no parece muy razonable tener hijos, no hay una novedad buena que esperar, y entonces tampoco hay mucho que reprochar a aquellos que, como la periodista de El País, deciden decir «no» a lo que percibe como «un mandato al que, al menos, deberíamos atrevernos a hacerle preguntas». Al final se trata de esto, de un «sí» o un «no», porque lo que la persona exige es afirmaciones, no negaciones, o negaciones sin afirmaciones. Lo que quiero decir es que lo que esta mujer ha decidido tiene un sentido, un sentido que es un delirio y una inhumanidad, con razones totalmente disparatadas, pero ¿cuál es la alternativa, la responsabilidad social de invertir la pirámide de población, o el miedo a no tener quien nos cuide?

Dudo de una obligación natural de tener hijos (y mucho más de un derecho a tenerlos). Los hay que mandan tener hijos para, efectivamente, pagar las pensiones, el reemplazo generacional o por cumplir un deseo de ser padre o no estar solos. Los hay que mandan no tener hijos para salvar el planeta. Pero la única razón que se me ocurre para tener hijos y traerlos a este mundo sin miedo es la afirmación de que su vida, la vida entera, es radicalmente buena y, sobre todo, que es un don, y ésa es la gracia.