La Stasi era un servicio de inteligencia efectivo y temible, capaz de tener bajo control y vigilancia a un país entero. Sus prácticas, vistas desde el presente, deberían parecer inverosímiles e inconcebibles, pero lo cierto es que el desconocimiento por parte de la sociedad sobre historia sumado al endulzamiento de las miserias socialistas, hacen que medidas similares tomadas por los gobiernos actuales se acepten con total normalidad.

El principal organismo de control de la República Democrática Alemana poseía una red de espionaje dedicada a perseguir a cualquier ciudadano opositor al gobierno satélite de Stalin. Contaba con la colaboración de numerosos periodistas extranjeros que se ocupaban de tergiversar u omitir la información que no aprobaba el régimen. Para que todo el tinglado funcionase, la Stasi tenía a su servicio a ciudadanos encargados de observar y espiar a sus vecinos, amigos e incluso familiares para informar a las autoridades y así recibir algo a cambio. A veces ni tan siquiera eran obsequiados, pero ya se sabe lo que pasa con el ser humano, en muchas ocasiones ver al prójimo hundirse vale más que todo el dinero del mundo.

Hace unos días pudimos ver en redes sociales a varios periodistas ejerciendo de comisarios políticos del gobierno. Delataron a decenas de comercios por tener las luces de sus escaparates encendidas más tarde de las 10 de la noche y apuntaron con el dedo a quienes tenían la temperatura del aire acondicionado por debajo de los 27 grados en sus negocios. Cierto es que a muchos no nos pilló por sorpresa. En cuanto esta rocambolesca medida se aprobó, esperamos como agua de mayo a que los chivatos colaboracionistas saliesen de sus cuevas. Nada les diferencia de aquellos que quemaban las centralitas de la policía durante la pandemia para denunciar a sus vecinos por no usar la mascarilla en la calle, por sacar al perro más tarde del toque de queda, por coger el camino más largo al cubo de la basura para estirar las piernas e incluso para alertar de que la del quinto había salido del municipio para llevar las medicinas a su padre.

Para estos individuos cumplir las normas es su modus vivendi y se encargarán de anunciar que son pulcros e inmaculados a los cuatro vientos. Saben que de ellos dependerá nuestro bienestar y que una llamada suya podría sentarnos en el asiento trasero de la Citroën Picasso de la Policía Nacional en un abrir y cerrar de ojos. Y es que la socialdemocracia ha acabado por traernos a nuestros días la magia del Berlín oriental. Como ocurría en aquella época, ahora estamos monitorizados las 24 horas del día, conocen nuestras aficiones, nuestros gustos y horarios, marcan los límites de hasta dónde nos podemos mover y silencian al disidente.

La diferencia entre lo que sucedía antes de la caída del muro de Berlín y ahora es que entonces, el resto del mundo sabía lo que los rusos cocinaban en su casa y a nadie se le pasaba por la cabeza acercarse a probarlo. Hoy parece que pedimos a gritos que nos controlen y aplaudimos medidas autoritarias como que nos prohíban fumar en las playas o mordernos las uñas dentro de nuestro coche.

Sin ir más lejos, el BOE del 16 de agosto nos despertaba con una ley en la que los ayuntamientos tienen poder para nombrar «agentes COVID». Serán considerados agentes de la autoridad, sin pistola ni placa, pero con potestad para denunciar a quienes se salten alguna de todas esas normas absurdas como bajarse la mascarilla en un autobús público.

Lo de las luces es otro toque de queda encubierto, una prohibición más del gobierno más prohibitivo y recaudador de la historia, que nos deja un país sumido en la dependencia energética y en la ruina económica y que ya no es dueño ni del suelo que pisa.

Mientras unos viajan en Falcon y llenan sus piscinas, al resto de mortales nos señalan como los culpables de que haga calor en verano y hacen uso de sus marionetas a sueldo para sumar feligreses a su iglesia y así cumplir los designios de la Agenda 2030.

Un gobierno infame y miserable siempre necesita soplones serviles a su nivel y lo triste es que nunca faltan. Estamos rodeados de gente saturada de vileza y son figuras fundamentales en cualquier sociedad moralmente putrefacta.