Lo de los ofendiditos está muy bien visto. Son esos borrachos de lo woke a los que todo les acaba pareciendo injusto; generalmente, por discriminatorio y bla, bla, bla. Pero puede haber otros motivos. Es lo que tiene agarrarse una cogorza: no se llega a ver doble, pero se ven dobleces —malas intenciones, añagazas, trampas ocultas— por doquier. Decía Chesterton (que menciono, por más que ahora los culturetas aborrezcan su cita) que el loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón. Pues el ofendidito no ha perdido la dignidad, sino que ha perdido todo menos la dignidad, esa que saca a pasear con ocasión o sin ella. Los ofendiditos son, en fin, como los nacionalistas: un coñazo de tíos. En una fiesta nadie querría estar con ellos. Todos se irían al baño o a por otra copa. Dan pereza. Quita, quita.

Pero la fauna contemporánea no acaba no ahí. Junto a los ofendiditos —a los que ofenderá también el retintín del diminutivo—, están los educaditos. Se trata, desde luego, de una especie menos evidente que la anterior. Los educaditos ni se escandalizan ni se manifiestan en grupo; su propia educación, que evita cualquier asomo de exceso, se lo impide de raíz. Actúan en silencio y sonríen casi siempre. En la sutileza de sus movimientos, apenas perceptibles, se halla, por un lado, la posibilidad misma de su existencia, y, por otro lado, la discreción máxima que les permitirá seguir proliferando. Y todo eso lo saben, porque lo han aprendido de sus padres (si éstos fueron también educaditos, claro).

Confieso que llevaba tiempo buscándolos. Sabía de su existencia, porque en la vida uno siempre acaba topándose con alguno de ellos (se les reconoce porque, en el momento de la responsabilidad, se escabullen con arte, dejando claro que ellos jamás han roto un plato). Pero con lo que no daba era con la forma de definirlos. Ya he dicho que son sutiles, y eso hace que no se dejen atrapar por el lenguaje. Además, sonríen tanto, y tiene unas modales tan agradables, que no dan ganas de atraparles, sino de pasar con ellos un día ocioso, superficial y vacío.

Voy al grano. El caso es que los he visto definidos y, así, tengo más fácil reconocerlos, y, en su caso, plantarles batalla o huir de ellos (por cierto, creo que esto último es lo único que puede hacerse con los otros, con los ofendiditos). Lo he leído en un texto del segundo tercio del siglo XIX (sí, XIX, no es una errata). La antigüedad del texto no desdice su contundencia, sino que la acrecienta, porque demuestra que, hace ya doscientos años, existía el «hombre educado, rebosante de ideas, bien provisto de inteligencia, perpetuamente absorbido por la acción, pero que sigue teniendo el corazón de piedra, tan frío y muerto, en cuanto a afectos, como puede serlo el pobre campesino ignorante».

Antes de seguir, una doble concesión a los ofendiditos. La primera: donde dice «hombre educado» se lee también «mujer educada». Tanto monta. Y la segunda: el autor de la frase no dice que los campesinos sean pobres ignorantes. No lo dice porque no lo piensa, y, además, unas líneas antes explica que tanto los campesinos como los hombres de negocios (o mujeres de negocios, si se quiere) pueden vivir y morir con un corazón cerrado.

Porque de eso se trata. El educadito tiene unas maneras correctísimas y de manual. Su urbanidad es exquisita. Da gusto. Sabe pelar todas las frutas con chuchillo y tenedor, y, en su trabajo, dice palabras en inglés (feedback, conference call, timing). Sucede, sin embargo, que lleva una vida sin objeto, tan formalmente educada —sin salidas de tono, sin errores que consten en el expediente, aunque los haya a puñados— que acaba siendo plana. El educadito vive en una farsa de agitación constante que nada tiene que ver con la inteligencia. Y, por otro lado, sus amores evitarán siempre la ternura. Los educaditos son, en fin, los «especialistas sin alma, vividores sin corazón» de los que habló Weber.

Y ahora que ya sabemos quiénes son, quitémosles la máscara. Propongo empezar muy cerca, por el espejo. Descubriremos así que los educaditos somos tú y yo cada vez que vivimos sin poner toda la carne en el asador.

Y, por favor, no te ofendas si estas palabras te hieren.