Los desamorados

Me temo que la única lectura que merece la pena es aquella que rumia las palabras, y que, si no sucede eso, leer puede convertirse en otra de las formas de perder el tiempo. El lector de poesía lo sabe mejor que nadie. Uno puede leer, por ejemplo, estos versos conocidos de Eliot: «Abril es el mes más cruel: preña / de lilas los campos muertos, mezcla / recuerdos y deseos, agita / las embotadas raíces con sus lluvias». Si lo hace de corrido, a tontas y a locas, sin darle a cada palabra su peso, la lectura no tendrá sentido y no dejará poso alguno. El tiempo no será fecundo y la tierra quedará baldía.

No sucederá lo mismo, sin embargo, si uno deja que las palabras («muertos», «embotadas raíces») discurran por dentro y con pausa. Sólo esa lectura, hecha de repeticiones, hará posible que salte la liebre y que súbitamente nos hiera una luz. El buen lector conoce ese bien, esa suerte de fuego repentino, aunque no comprenda por qué en él prenden de improviso unas palabras.

Me acaba de pasar. Leía un texto conocido en el que se habla de los cínicos, los escépticos y los desamorados. Me detuve a repetir la última palabra: los desamorados. No los desenamorados, sino los desamorados. Me entretengo en la palabreja. A ver qué dice el diccionario: «que no tiene amor o no lo manifiesta». Participio de desamorar. Sigo buscando, a ver si en el infinitivo encuentro algún matiz. Desamorar: hacer perder el amor. Decido enviscarme en el verbo. El desamorado no es quien ya ha perdido el amor, cosa que sería grave (entre todos los males, el peor), sino quien consigue que otros pierdan el amor. La cosa tiene más delito.

Porque el cínico disfraza con el descaro su desesperanza, pero, cuando es brillante —y muchos cínicos suelen serlo—, se le disculpa con facilidad. El otro día vi un reportaje sobre un periodista famoso y octogenario. Me pareció que se centraba demasiado en las proezas alcohólicas y sexuales de los redactores del diario Pueblo, pero la verdad es que el cabrón —él lo escribiría así— tenía mucha gracia y sonaba auténtico. Cuando él rememoraba alguno de sus lances dizque amatorios, recordaba yo lo de Bruce Marshall («el que llama a la puerta de un prostíbulo está buscando a Dios»), y así llegué hasta el final del reportaje.

El escéptico, por su parte, tiene un punto de desidia que hace que sus conclusiones sean siempre provisionales. Detiene su pensamiento y acartona su corazón porque está cansado de no hallar seguridades. Afecta no creer, pero, sin necesidad de haber leído a Lévinas, rinde culto a «la idolatría que supone la adoración de las certezas comprobables».

Sin embargo, el desamorado ni brilla ni duda. No sólo está yermo, sino que pretende secarnos. No le basta su propia esterilidad, y piensa que todos los meses son crueles. Es tan patente su error, que le sanará una sola primavera. Ésta.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).