En clave de humor o algo más seriamente, lo que vengo escribiendo desde hace unas semanas tiene por objeto presentar el régimen de partidos que opera en España, dentro del que se encuentra esa derecha que se considera irreductible, como una serie de instituciones sometidas a lo que erróneamente se denomina «consenso progre».
Y digo erróneamente por cuanto lo anterior no es más que el «consenso liberal» al que nos ha llevado el progreso. El individualismo, más o menos desbocado en el ámbito social, pero bien amarradito por el mercado, es el instrumento con el que se mide hoy la calidad democrática en Occidente. Debe existir un cierto nivel de sometimiento o de culto a los (anti)valores de la posmodernidad, a la autodeterminación personal sin trabas, para que un régimen sea verdaderamente considerado como democrático y, por tanto, frecuentable para la comunidad internacional. Comunidad, por cierto, que reduce el ancho mundo a la órbita anglo-norteamericana y a la UE. Nada que pueda sorprendernos.
Si usted fuera responsable político, podría gobernar un estado perfectamente sometido a Derecho bajo una aplicación ejemplar del principio de la separación de poderes. Es más, en el artículo segundo de la Constitución de tal Estado se podría proclamar que la democracia representativa y la economía de mercado son canelita en rama. Podrían votarle masivamente sus conciudadanos, y estos disfrutar de un régimen fiscal de ensueño con un índice de paro y deuda ridículos. Ahora, pobre de usted como considere, por ejemplo, que se debe controlar el desorden migratorio, que no corresponde a la administración hacer políticas feministas o de género, que eso de la diversidad le suena a chino, que la escuela no es lugar para charlas LGTBI y que hay ciertas fundaciones y ONGs que no son más que agentes desestabilizadores del extranjero. Será repudiado por sus pares, castigado y arrojado a las tinieblas exteriores del «iliberalismo», el fanatismo o la reacción.
Y es que eso de las naciones de hombres «libres e iguales» inspirado de las constituciones decimonónicas, hoy valen su peso en cacahuetes. Son versiones anticuadas de un sistema operativo que debe actualizarse constantemente. El progreso, insaciable, siempre exigirá su libra de carne y la tabula rasa de esa Revolución Francesa que algunos dicen repudiar —como si se pudiera renunciar a una parte del propio ADN— volverá para formatear el pasado y dejarlo listo para ser reescrito.
Frente a esta evidencia, palpable pero difícil de asumir, algunos se rebelan y hablan de «consenso progre», de «marxismo cultural» o, incluso, del «socialismo de la UE» (¡átame esa mosca por el rabo!). Sin embargo, no hay tal. Es su propio reflejo ideológico lo que están viendo en el espejo psiqué y no son capaces de afrontarlo. De ahí que algunos tengan que hacer auténticos malabares intelectuales para fabricarse una realidad a la medida.
Todo esto es lo que me inspiran algunas reacciones a la comparecencia de Volodímir Zelenski en el Congreso de los Diputados hace una semana. El presidente del gobierno ucraniano evocó el bombardeo de Guernica durante nuestra Guerra Civil, comparando el pueblo vizcaíno con el país eslavo, y señaló a algunas compañías españolas que comercian con Rusia poniéndolas en un brete. Obligándolas a justificarse por alicatar cuartos de baño rusos o así.
Los halconcitos de esa derecha neocon, habitualmente amamantada en el liberalismo turolense, no tardaron en hacer mutis por el foro con respecto del señalamiento de esas empresas a las que se compelía a no comerciar (¿laissez- faire?) con Rusia. Y, en lo tocante al bombardeo de Guernica, trataron de disculpar a Zelenski como si fuera un niño tonto: hay que comprenderle porque «ha sido educado en el sistema soviético», «no está bien asesorado», «hubiera sido mejor hacer referencia a la Reconquista o a nuestra Guerra de Independencia», «bastante tiene con ser un héroe»…
Largo me lo fían. Tengo para mí que es todo lo contrario: Zelenski está perfectamente asesorado. Lo que dijo fue, no sólo lo que se esperaba de él, sino lo más compatible con ese orden mundial surgido de 1945 y el «consenso» de nuestros días. Ucrania lleva años entre la influencia rusa y el mangoneo del Tío Sam y sus terminales humanitarias y «filantrópicas». Estados Unidos, aparte de ser una potencia renqueante apoyada en la falsa moneda, es el mejor centro de distribución de toda esa morralla ideológica que ha propiciado su declive y a la que Ucrania debe mostrar sus respetos.
Para los cortos de entendederas, estas líneas no tienen por objeto deificar o blanquear a nadie; justificar crímenes de guerra que deberían ser investigados hasta las últimas consecuencias, pese a quién pese; o bendecir ciertos actos de agresión internacional, los lleven a cabo unos u otros. Es simplemente la constatación de que es prácticamente imposible, a no ser que uno se apellide Orbán, dejar de lado ciertos consensos. Aunque, a decir verdad, no sólo Hungría es reticente a bailar al son occidental, sino una buena parte del resto del mundo no sometido a los «demonios del bien».
Personalmente, lo siento por aquellos políticos españoles que, quizá por miedo, han elegido como compañeros de viaje a Marina Abramovic, David Rockefeller, los hooligans del batallón Azov (debidamente blanqueados), las FEMEN, Victoria Nuland, Macron, Biden, Igor Kolomoiski, los Hermanos Musulmanes y la familia Soros, padre e hijo, de la que algunos se servían para criticar a Pedro Sánchez.
Creo que van a tener difícil seguir vendiendo la baza del «globalismo». Y puede que tengan que manejar otras con mucho cuidado. Seguramente, esto último no afectará a un resultado electoral que se prevé todavía mejor que el de los últimos comicios a nivel nacional. Sin embargo, habrán perdido la ventaja competitiva de parecer un verso suelto dentro de este sistema monolítico del que, por cierto, nunca han renegado.