Desde que en su día una memorable maestra de raza nos explicase a unos aún impúberes colegiales los descubrimientos de Iván Pávlov, quedé fascinado por aquello que, pareciendo obvio, había precisado para su explicación y posterior exposición del sesudo análisis de todo un premio Nobel.
Me gustaba imaginar al ruso circundado por una abundante jauría de perros, de los que colgaría algún rudimentario artefacto, ladrando y saltando a su alrededor cuando iba a suministrarles la comida al toque de una campana que, en mis fantasías infantiles, era exactamente igual que la que sonaba en casa de mis abuelos la víspera del día de Reyes. Me causaba cierta gracia suponer la cara de los mismos animales cuando, pasado un tiempo, y acostumbrados a recibir el alimento a la par que tañía el tímido badajo, salivaban entusiasmados al instante de escuchar el timbre, esperando recibir el yantar, sin que éste acabase de llegar.
Avanzando la vida, esa dinámica que se me antojaba algo gamberra, resultó tener nombre pomposo y unos estructurados patrones cognitivos a las espaldas, además de no contar con una campana —como me hubiera gustado—, sino con un monótono metrónomo como señal de aviso.
Es el condicionamiento clásico que, en síntesis, describe la aparición de un comportamiento automático, en relación con un estímulo al que se le ha asociado, independientemente de cuál fuese el factor inicial que lo originase.
En las últimas horas, un grupo de encapuchados ha agredido a un joven en el madrileño barrio de Malasaña, a quien le marcaron a punta de navaja la palabra “maricón” en el glúteo. Consideraciones morales aparte respecto de ese grupo de salvajes y cobardes que actúa en pandilla y con la cara cubierta, me parece singularmente elocuente (no por usual o común deja de serlo) la reacción mediática y su consecuente eco en las redes sociales.
Un somero repaso, por un lado, de los titulares de prensa y, por otro, de perfiles personales de ciudadanos de a pie da una idea de cómo ha sido grabado a fuego el modelo estímulo-respuesta de Pávlov entre los españoles, en cuanto a violencia se refiere.
En cuestión de horas, los medios se descolgaban con inusitado terror y espanto, ante lo que calificaban de “agresión homófoba”, “brutal agresión” o hecho “inédito”, con el correspondiente reflejo automático en los usuarios, que lanzaban lacónicos sus gritos de “hasta cuándo”, “increíble”, “insoportable” y, como no, las etiquetas con el lema de turno, “stop agresiones homófobas” y otras banderas siempre dispuestas a desplegarse en el momento oportuno.
Nada desde Samuel
Pareciera que, desde el pasado mes de julio, cuando el joven Samuel fue asesinado en La Coruña, no ha habido más violencia. Es de resaltar que en aquel caso el interés y las banderas iban decayendo conforme se conocían detalles de los agresores. No en vano, las tendencias ultraizquierdistas de uno de los asesinos, cercano a los extremistas de Riazor Blues, la nacionalidad brasileña de otro de ellos o la participación de una mujer hacían difícil demonizar como convenía al varón, blanco, heterosexual y conservador, por lo que aquella violencia dejó de marcar la agenda informativa.
Ni una nueva portada desde aquel caso hasta el actual. Ni una reivindicación en redes sociales, porque las fotos de las playas, los vídeos en la arena y las ocasiones de lucir cuerpazo, no pueden mezclarse con asuntos irrelevantes.
Desde Samuel hasta el caso de Malasaña, nada. Nada de la chica de 16 años agredida sexualmente en Zaragoza por un inmigrante nicaragüense; ni palabra de la joven a la que diez marroquíes dieron una paliza en Madrid destrozándole varios dientes; ninguna lamentación porque en una programa dirigido por Rufián se dijese que había que había que matar a quienes se relacionasen con VOX; ni un llanto por la joven de 18 años drogada, torturada y violada por tres marroquíes en Formentera; ni un solo aspaviento porque sólo el pasado fin de semana, decenas de MENA agrediesen a falleros valencianos, una chica fuese violada en Granada por un marroquí de 20 años, una anciana de 81 años, golpeada y robada por tres marroquíes en La Latina; ni por el candidato del PP a la alcaldía de Villarreal de Álava, que recibió un puñetazo a las puertas de una discoteca al grito de “gora ETA”.
Para ninguno de ellos suena la campana que hace babear a la progresía. Están bien enseñados. Por ninguno de ellos convocó Pedro Sánchez, de manera urgente, la comisión contra los delitos de odio, como sí ha hecho tras el caso de Malasaña. Esas víctimas se salen del modelo estímulo-respuesta que con tanto tesón han estampado en el subconsciente de los españoles.
Nada que ver con la violencia
A los coloridos cachorros de la progresía española la violencia les importa tanto como el señor Pávlov. Nada. Todo es impostura y teatro, susceptible de ser instrumentalizado. Los voceros de la corrección política y el sucedáneo de moral con corte globalista han vuelto a sacar la caña y la marabunta indocumentada ha picado el anzuelo sin pensárselo.
Como dejan ver en sus perfiles y comentarios, la violencia sólo les incomoda cuando la víctima o el agresor encajan con su pertinaz sectarismo y refuerza su estudiado discurso, revelando tan reducida humanidad que resulta imposible creer que les importa el sufrimiento ajeno.
A ninguno de ellos les repugna la vileza de los agresores por el hecho de ser malos y, en consecuencia, haber obrado el mal; les repulsa el mero hecho de que haya quienes se muestren contrarios a sus postulados totalitarios, ya sea con forma de violencia, ya sea en un debate moderado y netamente argumental. No es que no toleren el crimen. No soportan la disidencia.
Sucesos como éste son, a la postre, la causa misma de su supervivencia, porque les permite elevar la excepción a categoría de tal modo que puedan justificar la necesidad no sólo de su mera existencia, sino aquella más imperiosa aún de ser subvencionados generosamente con fondos públicos.
A la progresía, de la que el lobby LGTB es pilar fundamental, hay que reconocerle el éxito en la materia. Como Pávlov, han conseguido que sus cachorros babeen al escuchar el tintineo de sus campanas, que resuena cada vez que la víctima de una agresión pueda servir a sus intereses, sin ser capaces de razonar que lo que hay detrás no es comida (en este caso, la denuncia real de situaciones de violencia evidente), sino el espurio interés de aglutinar personas —muchas veces, bienintencionadas— en torno a sus causas colectivistas.
Sólo aquellos con un mínimo de raciocinio, advierten que no hay causas objetivas para lubricar las tragaderas. Lamentablemente, son muchos, demasiados, los que las traen húmedas de casa.