Ha escrito Enrique García-Máiquez un ensayito en la Editorial Monóculo, ustedes ya lo saben, sobre la gracia de Cristo y la sonrisa de Dios en los Evangelios. Cuenta Enrique, con algo de tartamudeo andaluz, que participando en una mesa redonda sobre el humor en los aforismos espetó algo así como que Cristo es especialista del humorismo y allí se montó el rosario de la aurora. Según cuentan quienes allí estuvieron a otro de los invitados no le pareció simpática la analogía y aún no sabemos si por proselitista o por blasfema. El enfado de aquel señor, bendita iracundia, le ha servido a Máiquez para poner por escrito lo que allí tanto escandalizó.

Yo el libro aún no lo he podido leer porque en Beirut no hay FNAC ni Casa del Libro ni Pérgamo ni nada que se le parezca. Pero de las recomendaciones de tantos buenos amigos, del criterio siempre acertado de Julio y Dani, y del salero respetuosísimo de Enrique, intuyo que muy blasfemo e irreverente no debe ser. Es cierto que García-Máiquez se atreve a reivindicar en Gracia de Cristo el afán de Nuestro Señor por el humor, siempre latente en los Evangelios, en forma incluso de humor marrón, verde y hasta británico.

Pero de su jocosa interpretación, que me recuerda a la de Zaqueo subido al Sicómoro —la de quien mira al maestro con las ganas, ay, de ser mirado por Él—, podemos extraer hoy una idea valiosa: ¿Qué pasaría si Gracia de Cristo no tuviera gracia? ¿Puede un cristiano tomar a broma los Evangelios? ¿Dónde está el límite del chascarrillo en los asuntos del alma? ¿La fe admite guasas? Yo a todas estas preguntas no tengo respuesta y mejor sería ponerle deberes a Enrique, que nos las contestará con más simpatía y atino, pero sí intuyo que, de admitir bromas y medias tintas, los cristianos deberíamos ser los primeros en ver esa sonrisa de Cristo en los Evangelios, en sumarnos a la partida de billar que Dios suele jugar con nuestros corazones.

Llego a esto porque hace unos días entrevistaba Miguel Ángel Quintana Paz a Diego Fusaro, el joven filósofo italiano, y si antes hablábamos de la gracia de Cristo ahora toca hablar de la antipatía de este «hegeliano». Claro que cuando lo más destacable de un filósofo es su capacidad de polémica, todo queda dicho de antemano. En la entrevista para The Objective, como en su nuevo libro El fin del cristianismo, Fusaro dedica al Papa Francisco —ubi Petrus ibi Ecclesia— una serie de descalificaciones que nada tienen de graciosas. Entre populista, ateo y antipapa, Fusaro acusa a Francisco de ocupar la sede papal ilegítimamente. Y son muchos católicos los que han aplaudido, siquiera con su silencio, este despropósito. Me imaginaba de hecho leyendo la entrevista a aquel señor grave e iracundo que señaló a Máiquez en las jornadas del aforismo.

Por eso creo ahora que si alguien puede criticar a la Iglesia, si alguien puede señalar la picaresca de la jerarquía o la irrisoria insensatez de Cristo en los Evangelios, somos los cristianos. De hecho, si nosotros no somos capaces de tomarnos a broma, con trascendente ligereza, las palabras de Jesús, serán otros lo que lo hagan, con —definitivamente— mucha menos gracia. Chesterton dejó anotado que divertido no es contrario de serio, sino de aburrido y de nada más, y Máiquez añadía hace poco que gracioso no es lo contrario de sacro, sino de soso y de nada más. Por eso debemos ser nosotros los pioneros en reivindicar estas chanzas. Poque para tomarse a broma a Dios y a la Iglesia, primero hay que tomárselos en serio.