Cuando el maremagnum opinativo de Twitter-ahora-X-y-luego-quién-lo-sabe, me satura, suelo aprovechar mis escarceos por la red para buscar los temas que enganchan a la chavalería, en un triste intento de mantenerme cerca de la juventud. O sea, que pierdo el tiempo en TikTok.

Pues en estas cada vez menos frecuentes pero aún recurrentes visitas a TikTok descubrí hace ya un par de años a Amadeo Llados. Hoy este personaje, mezcla de antihéroe y fundador de iglesias fitness, aparece en los telediarios y canales de youtube, siempre con una música intensa de banco gratuito epic theme instrumental, con el objetivo, claro, de vender al tipo como algo siniestro y nocivo para los jóvenes. Con algo de razón, seguramente.

Llados, en sus vídeos, con su sistema, ha montado un negocio millonario con el que se enriquece a costa de los sueños y esperanzas de muchos chicos (y algunas chicas) jóvenes y no tanto. Sus mensajes fucking panza, con perdón, apuntan a una suerte de estoicismo hedonista posmoderno, con toda la contradictio in terminis que supone.

Personalmente, confieso sentir cierta simpatía por Llados y sus mensajes. Cuando le escucho, siento que apunta a algo que no me es ajeno: el cuerpo como templo del espíritu, olvidar los propios dramas y centrarse en los del prójimo, no perder demasiado el tiempo mirándose el ombligo y explotar los propios talentos son mensajes que no inventa él y que se insertan de manera natural en nuestro mindset —por utilizar lenguaje del tiktoker— civilizatorio. Es cierto que suele patinar al final, desperdiciando todo ese esfuerzo por recuperar la mejor versión propia en objetivos que no compraría ni el más mediocre de los villanos: dinero, sexo, placer… al menos podría intentar robar la luna con ese dinero o intentar ganarle una Champions al Real Madrid.

No querría tampoco obviar que los métodos y la retórica ultramaterialista del gurú son, seguramente, perniciosos en sus formas, superficiales en sus objetivos y desencaminados en su filosofía. No obstante, Llados ofrece a sus seguidores una propuesta vital. Algo atractivo que va más allá de lo material: la oportunidad de tener una manera nueva de relacionarse con el mundo. De algún modo, torpemente y, quizá con intereses poco luminosos, Llados apunta al ejercicio de la virtud como palanca para el desarrollo propio y, en última instancia, de los que te rodean: disciplina, rechazo al victimismo y poner finalmente lo aprendido al servicio de los demás. Si limpiamos el mensaje de yates, polioperaciones estéticas y coches de superlujo, la propuesta está bien tirada.

En Animales sociales y dependientes, MacIntyre apunta a una idea de enorme interés con respecto a esto: el primer paso para la deliberación práctica tiene que ver con la educación de virtudes que impregnen el comportamiento ordinario. La templanza, el sacrificio, el orden, la generosidad o la mesura son facultades que permiten el razonamiento sobre la justicia, la verdad o el bien común. Es decir, la adquisición de comportamientos prácticos son previos a la deliberación de dichos comportamientos en el plano moral.

Desarrollando esa idea, David Cerdá explica en Ética para valientes la necesidad del automatismo en la virtud. Esa implacable llamada que logra que «nos baste un grito y una imagen fugaz para lanzarnos a un mar embravecido a salvar a un niño que se ahoga». Sólo cuando la repetición del buen hábito se ha convertido en intrínseco a la persona, el imperativo moral se aplica sin la necesidad de pasar por el filtro del razonamiento.

En un mundo que infantiliza al joven, que pretende convertirle en poco menos que un consumidor superficial, el éxito de Llados es un ejemplo de esperanza. No por él ni por su propuesta, sino por la respuesta que provoca. Hoy, como ayer y siempre, somos legión quienes tratamos de vivir en la búsqueda de algo que trascienda la propia existencia. Y no se puede culpar a un chaval de 18 años por entusiasmarse con una propuesta que le dice no te drogues, no pierdas tu vida en borracheras, trabaja duro y ten buenos hábitos, aunque a priori no sea por las razones adecuadas.

Bajo mi punto de vista, éste es el primer paso para que quizá se pregunte qué hacer con ellos. Quizá leer La Iberia y al increíble equipo de articulistas que han reunido O’Mullony y Mariñoso, en el que inexplicablemente —y seguramente engañados— me han dejado colarme. Agradecido.