El pasado diciembre fue un mes negro para la democracia española. Uno de los más oscuros de nuestra reciente historia democrática. Aquel mes horribilis se pudo ver de forma palpable que el Gobierno liderado por Sánchez busca un cambio de régimen, llevando a cabo sin disimulo la colonización todos los resortes del Estado.
Como es sabido, el Ejecutivo intentó modificar tres leyes orgánicas con una proposición de ley, tramitada con urgencia, sin comparecencia de los expertos y sin los informes preceptivos. Afortunadamente, el TC paralizó la votación de aquella norma, pues consideró que el procedimiento elegido violaba el derecho fundamental a la participación política de los diputados.
Más allá de la gravedad del hecho en sí, aquel episodio sirvió para demostrar de manera diáfana que la izquierda española es incompatible con los principios democráticos. Aquellos días se escucharon comentarios que provocaban escalofríos. Al menos en cualquier persona que se considere demócrata o tenga unas nociones básicas de cómo funciona una democracia liberal. Por este mismo motivo, voy a aprovechar estas líneas para recordar a nuestra siniestra unas nociones básicas de democracia.
Para empezar, es falsa la idea que intentan trasladar de que el Tribunal Constitucional «prohibió votar», como repiten de manera simple y pueril los voceros de la izquierda. Lo que consideró el Alto Tribunal es que la manera en la que se tramitó aquella reforma hurtó el derecho fundamental de los diputados a la participación política, y que el ejecutivo y sus socios no siguieron los procedimientos parlamentarios legalmente establecidos. Vamos, que el TC no prohibió la reforma en sí, sino la forma en la que se hizo: por las bravas y sin los informes de los expertos.
Por otra parte, el Congreso no es omnipotente, sino que está sujeto al principio básico de respeto a la Constitución, norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. El Congreso, por el hecho de estar compuesto por los diputados electos, no puede tomar decisiones que sean contrarias a nuestra Carta Magna. Para dar muestra de ello, voy a poner un ejemplo bastante burdo: ¿Podría el Congreso de los Diputados aprobar la creación de campos de concentración? Evidentemente no, pues sería una medida contraria a los derechos humanos y por tanto a la Constitución. Por otra parte, el Tribunal Constitucional tiene como principal función la de actuar como principal garante de la Constitución, siendo el intérprete supremo de la misma e independiente de los demás órganos constitucionales. Es decir, también tiene la obligación de vigilar que las distintas cámaras actúen dentro de los parámetros constitucionales.
Pero esto que menciono no es una anomalía de España ni algo exclusivo de nuestro país. El fundamento de cualquier democracia liberal es el entramado institucional de pesos y contrapesos; por definición, en dichos sistemas todos los poderes tienen limitado el espectro de sus potestades. Todo poder en democracia es limitado; también el del Legislativo. Además, la voluntad popular no está ni por encima de la Constitución, ni de la Ley en vigor. Resulta chocante que a estas alturas no se conozca que la democracia y el Estado de derecho descansan en la separación de poderes, una doctrina clásica que algunos autores atribuyen a Montesquieu y otros al inglés John Locke.
Otro argumento cada vez más extendido entre el oficialismo de izquierdas es que el poder judicial tiene una clara significación derechista. Cada vez que el Constitucional o algún órgano del poder judicial paralizan sus engendros legislativos, vemos salir en tromba a toda la izquierda y nacionalistas de distinto pelaje a atacar sin piedad a jueces y magistrados. No son pocas las ocasiones en las que hemos oído barbaridades como «fachas con togas» o directamente hemos visto cómo se ha comparado a los magistrados con Tejero. Dejando a un lado la vileza de tales argumentos, voy a dar la vuelta al mencionado planteamiento: ¿No será que sus ideas están, en muchas ocasiones, fuera de los parámetros democráticos? ¿De verdad creen, por ejemplo, que cientos de jueces de toda España se han conjurado para poner contra las cuerdas a Irene Montero? El chiste se cuenta por sí solo. El verdadero problema es que tenemos una izquierda que cree que sus intereses e ideología están por encima de la Constitución. Por eso no dudan en tachar de «golpista» a todo juez que esté dispuesto a velar por el Estado de derecho. No toleran que exista ningún contrapoder que les fiscalice.
Largo Caballero dijo en su día que para conseguir la revolución era necesario controlar todos los resortes del Estado. Y es lo que está haciendo el ejecutivo a rajatabla. Desde luego, cuando Pedro Sánchez dijo que Largo Caballero era una referencia para él no estaba mintiendo —de hecho, probablemente sea la única verdad que ha dicho en su vida—.
Tampoco son pocos los que intentan trasladar a la población la dicotomía falaz entre democracia y ley. Pues bien, habría que recordarles algo tan básico como que no existe democracia sin ley. De hecho, para que nos encontremos ante un sistema democrático de calidad debe existir una unión indisoluble entre ley y democracia. Y esta es precisamente una de las desgracias que vive España: tenemos un PSOE que ha comprado el discurso de bolivarianos y separatistas según el cual la democracia y la ley pueden ser, en ocasiones, incompatibles.
En definitiva, el pasado mes de diciembre se intensificó una estrategia que llevamos viendo desde 2018: la continua demonización de los contrapesos en aras de la todopoderosa soberanía popular. Es una estrategia perfectamente calculada para llevar a cabo un cambio de régimen de manera disimulada. La intención última es generar entre la opinión pública una imagen negativa del poder judicial, que permita en última instancia justificar su asalto. Como bien estudiaron Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra Cómo mueren las democracias, ya no son necesarios los tanques para acabar con un régimen democrático; el virus del totalitarismo puede entrar perfectamente a través de las instituciones y terminar siendo letal para un sistema democrático. Desde luego, 2023 va a ser un año decisivo para nuestra democracia. Habrá que estar alerta.