Agoniza septiembre y comienzan los aplausos de los que esperan ansiosos el estriptis de los árboles y el llanto de quienes querrían vivir un eterno verano. Ni celebro ni lamento el fin del estío, no entraré en esa discusión. Tampoco lo haré en la de veraneo en el Norte o en el Sur, o esa tercera opción de insensatos en el Levante.
Mi actitud casi camaleónica me lleva —o me obliga— a adaptarme a casi cualquier situación: desde el whiskey de garrafón en un garito en la Moncloa a tres euros la copa hasta el mejor cóctel en el rooftop de moda que tiene siempre las vistas más impresionantes a la ciudad.
Sin embargo, este año he tenido que desdecirme y lamentar el fin del verano. No por el terraceo, los días largos o las playas salvajes, que también, sino porque decir adiós al verano supone despedirse también de las fiestas de pueblo. Algo para lo que, ay, nunca se está preparado.
Reivindico las fiestas de pueblo frente a las discotecas de moda, el último garito que han abierto y DJ Pepito que pincha esta noche. Nada puede hacer frente al trío de ases que representan la charanga, la camiseta de la peña o las salchipapas a las tres de la mañana.
No puedo concebir mi verano sino como una cabalgata entre las fiestas de pueblos. Por supuesto, las mías. Desde luego también las de los pueblos de mis amigos. Pero a mi roadtrip particular siempre se acaban uniendo, casi inevitablemente, las de los pueblos deal-lao, las de al lao del deal-lao, y las de la colección de amigos, amiguísimos, que uno va forjando en los distintos festejos. Porque ¿cómo no voy a ir a las fiestas de Pepita que conocimos en nosedónde? ¿O las de Menganita de este pueblo que tiene el castillo este? «¡Que encima hacemos turismo cultural!», quieren justificar algunos.
Poca justificación hace falta. De hecho, me atrevería aventurar que conozco bien la geografía española, no por las clases en el colegio, sino por los amaneceres que voy coleccionando en las distintas plazas de pueblo.
Y es que las fiestas del pueblo son un lugar al que siempre volver, un plan que nunca falla. Apto para todo tipo de amigos: desde el más pijo que nada más llegar se transforma y se pone una camiseta de una peña, hasta el más macarra que acaba bailando Bad Bunny —este verano Quevedo y Bzrp— con tu abuela.
Y sí, perdona que te diga, pero las fiestas de mi pueblo son las mejores.