Durante años se ha repetido la idea de que cualquier crecimiento demográfico es deseable. El caso español demuestra lo contrario: cuando ese aumento no procede de nacimientos ni de una población integrada en el tiempo, sino de un flujo masivo y acelerado de extranjeros importados, el resultado es un fenómeno abiertamente negativo.
En 2024, España apenas registró 1,19 hijos por mujer, uno de los niveles más bajos del mundo, mientras que el 93% del crecimiento total provino de la invasión migratoria, que —se nos repite— «viene a pagar las pensiones» imposibles de una estafa piramidal. El saldo natural, de hecho, volvió a ser negativo en más de 90.000 personas.
Lejos de redundar en prosperidad, esta sustitución demográfica genera tensiones evidentes: presión sobre los servicios públicos, aumento del precio de la vivienda, precarización laboral y fractura identitaria. Una nación que no se reproduce y que depende de una entrada continua de población ajena a su forma de vida no crece, se disuelve.


