Hoy es día de Reyes y a uno siempre le ha parecido este despertar como la resaca natural de nuestras Navidades, una especie de broche adornado con el que cerrar unas semanas de excesos desproporcionados. Es la coartada que todos los próceres del kilovatio necesitan para sus despropósitos navideños. ¿O acaso creen que el nacimiento de Cristo justifica la desorbitada decoración luminiscente de Vigo? ¿Quizás el final de año?
No. Ni fin de año ni campanadas. Es el día de Reyes la excusa que todos andan mendigando, el punto de fuga de la irracionalidad decorativa, la explicación de todos nuestros desmanes consumistas. Que la Navidad se había transformado en poco más que serpentinas y décimos de lotería ya lo dijimos en estas páginas hace días. Todo ha quedado subyugado a una cultura del confeti donde luces y adornos navideños pretenden disimular la miseria de tantas ciudades, como si el asfalto de la rutina pudiera quedar envuelto en un papel estraza gigantesco. ¡Como si Madrid con lazos fuera menos Madrid!
Formamos parte de una sociedad, decía, que nos empuja a comprar constantemente. Y así como el día de Reyes a todos nos resulta agradable, no es menos cierto que su sentido original se ha desvirtuado. Porque no nos engañemos. Ni Melchor, ni Gaspar, ni mucho menos Baltasar, fueron a llevar grandes presentes al Niño. Si había algo valioso en ese peregrinar de los Reyes de Oriente era precisamente eso: el viaje, la meta, la compañía. Los Reyes no regalaron. Se regalaron. Y en la cueva de Belén el oro perdió su valor junto a la sonrisa de Melchor.
El sentido verdadero, por tanto, de este día, cobra una dimensión especial junto a los regalos. Pero no somos afortunados precisamente por esos regalos, sino que, como el niño, oro, incienso y mirra se nos revelan como mera compañía, mero decoro de los Magos de Oriente. Y nuestros regalos, mero artificio de aquellos que nos quieren, que son, en primer y último término, nuestros familiares.
Por eso, yo hoy pido a los Reyes, como lo han hecho Pablo Velasco y Gregorio Luri, la imperfección de una familia con la que celebrar este día. Yo no quiero luces estruendosas y neones galácticos. No quiero árboles de bombillas y delirios led. Yo quiero en mi vida esa lámpara caída de Sorrentino. Una sublime lámpara por los suelos. Una gran belleza imperfecta. Que quizás no brille, pero que, con toda seguridad, nunca dejará de iluminar. Anote, Almeida: llenemos Madrid de lámparas caídas.