Se creen importantes, divas, super modelos a las que las grandes marcas pagan para que posen con sus productos en los tributos a la vanidad de sus fotos. Son guapas, cada día cientos de seguidores se encargan de dar fe de ello con sus piropos y halagos; incluso aunque tengan mil seguidores (una nimiedad para el mundillo) se creen relevantes, marcadoras de tendencia. Las redes sociales han ahondado en el narcisismo y hoy en día el sueño de muchas chicas es ser influencer; aspiración que a muchas les ha nublado el juicio. Manipuladas por la presión de saberse bellas, han perdido la esencia de todo lo que es atractivo: la sencillez. Las mujeres de antes eran más guapas porque no lo sabían, no tenían una comunidad en el metaverso en la que miles de fans les doraban la píldora, antes no podías más que intuir tu atractivo porque esa devoción no se exteriorizaba cada día.

Veo reflejado ese narcisismo forzado, sobrecargado y barroco en los columnistas. Los que esbozamos periódicamente pequeñas pinceladas de la realidad tenemos la tentación de caer en la vanidad superlativa, de creernos importantes, de ser adalides del sentido común, de lo correcto, de evangelistas modernos. Simplemente por la inercia de dejarse llevar por la situación uno puede ser pasto de sentirse por encima del bien y del mal, de las leyes mundanas. Prepotencia que forma parte de la cotidianeidad del que escribe, no podemos tirar ninguna piedra porque es complicado resistirse a la manzana prohibida de la relevancia. Hay que tener una entereza mental para no elevar los pies del suelo y levitar ante tanto elogio por lo que uno dice en sus textos. El otro día, por ejemplo, uno de mis artículos dio para un tema en una tertulia de radio, estaba flotando, sabía que algo había hecho bien cuando me preguntaban en un espacio público sobre una de mis columnas; eso si no sabes gestionarlo te da más alas que un Red Bull, un chute de vanidad que se debe domesticar para que se metabolice y no tengas una sobredosis. Cuanto más te subas, más fuerte será la caída. Lo que tiene la prepotencia es que se ve, aunque intentes esconderla, es un monstruo que no cabe en el armario; cuando tienes un ego más grande de lo normal se nota porque las dimensiones de este eclipsan a los demás.

La autosuficiencia del columnista de andar por casa posmoderno es mayor que la de nuestros antecesores, de los que escribían en máquina o a mano y eran un reclamo para que los lectores compraran un periódico en papel para leer su firma. Llevaban con más modestia y filosofía su éxito porque la gente no tenía la capacidad de compartir sus reflexiones. Como mucho se comentaba en el bar, en las tertulias del Café Gijón, pero nadie tuiteaba tus artículos alabando esa ingeniosa frase; el móvil no te notificaba las reacciones a lo que habías dicho porque no había ni redes sociales, internet y mucho menos móviles. La labor del columnista era más solitaria, tenía más de ritual a la creatividad que elogio a la propia vanidad. Juan Manuel de Prada siempre dice que él nunca es plenamente consciente del impacto que tienen sus piezas porque no tiene redes sociales, se entera de refilón cuando sus amigos le avisan de lo que lío con esa opinión. La notificación de un retuit o el de una mención tiene un efecto sanador para la autoestima que puede ser devastador para la humildad si no se sabe calibrar.

Pensando en la figura de Benedicto XVI, que pidió de corazón a los Cardenales en el cónclave del 2005 que no le escogiesen a él como Papa puesto que creía que había otros nombres más jóvenes y capacitados para el puesto, le ruego desde aquí que nos ayude a todos a tener esa sencillez y a no dejarnos llevar por el pecado capital de la vanidad. Todos los que escribimos o tenemos voz en medios de comunicación deberíamos encomendarnos a él como referente de humildad para no recrearnos en la jugosa notoriedad. Debemos buscar ser útiles, no el lucimiento personal.