En el siglo VIII d.C., Europa, que camina hacia su primer milenio como tierra cristiana, se encuentra seriamente amenazada por una religión de guerra y sometimiento que, nacida en Oriente, ya ha devorado el norte de África, y ha invadido la península ibérica.

El Reino visigodo de Toledo, católico, cae bajo la imparable expansión de la media luna en el año 711, y sólo un puñado de cristianos resiste en las zonas montañosas de Asturias. Los sarracenos cruzan los Pirineos, y conquistan tierras y ciudades a los reinos francos, atesorando abundantes victorias frente a una Europa dividida.

En torno a los años veinte del siglo octavo, los musulmanes hicieron su último intento por subyugar a todos los habitantes de la antigua Hispania. Sin embargo, los astures, bajo las órdenes de don Pelayo, y oponiéndose a un destino que se antojaba ineludible, se enfrentaron en Covadonga a las tropas de Al Qama, dando a la Cristiandad la primera gran victoria, y poniendo la semilla de la Reconquista que, casi ocho siglos después, culminaría con la toma de Granada por Isabel y Fernando.

Según las crónicas de Alfonso III, cuando se aconsejó a don Pelayo negociar con el invasor, a cambio de bienes e influencia, éste respondió: «¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la Iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza, y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?».

Con este antecedente, una década después, el ejército de Carlos Martel asestaba al islam una derrota definitiva, en la decisiva batalla de Poitiers, cuando las huestes musulmanas se dirigían contra la Abadía de San Martín de Tours, símbolo de la Cristiandad de la Alta Edad Media.

La amenaza coránica, si bien no cesó nunca, en el siglo XVI adquirió tintes apocalípticos. El Imperio Otomano avanzaba por Europa oriental, llegando a sitiar la ciudad de Viena, y se había adueñado del Mediterráneo que la baña. Malta estaba en juego, y Chipre acabó cayendo bajo el turco.

Fue la España de Felipe II la que lideró una respuesta conjunta, uniendo a los Estados Pontificios y a la República de Venecia en una alianza que sería conocida como la Santa Liga y que, el 7 de octubre de 1571, en la batalla de Lepanto, derrotaría a los otomanos y reforzaría definitivamente la hegemonía cristiana en el Mediterráneo.

De Europa a la UE

Con el transcurso de los siglos, aquella Cristiandad que, con sus tensiones, sus encuentros y desencuentros, sabía cuál era y dónde estaba el enemigo de sus cimientos y su civilización, ha acabado por articularse en torno a una trama de burócratas, funcionarios y asesores, que hoy conforman la Unión Europea.

Lejos de beber de su pasado, aprendiendo de sus errores y gloriándose en sus éxitos, ha apostado por imponer una asfixiante y tenebrosa agenda ideológica a los Estados miembros, contraria a sus raíces, absolutamente ajena a su tradición cultural, opuesta a su propia esencia y a todos aquellos valores que un día iluminaron al resto de la Humanidad.

Su última iniciativa, a principios de esta misma semana, ha sido lanzar una campaña, con los logos de la Unión Europea y del Consejo de Europa, para normalizar el velo islámico entre las mujeres.

Con mensajes como «Trae alegría y acepta los hiyabs», «La belleza está en la diversidad como la libertad en el hiyab» o «Celebra la diversidad y respeta el hiyab», se muestra a varias chicas jóvenes, de distintas razas, sonrientes y orgullosas, con sus rostros cubiertos por un pañuelo musulmán.

Detrás de esos lemas, tan forzados como edulcorados, se descubre toda una declaración de intenciones, y la estrategia, cada vez menos sutil, de fulminar los pilares de Occidente.

Para interpretar y entender la realidad no basta, simplemente, con observar lo que sucede, sino que es preciso atender, principalmente, a aquello que dolosamente se oculta, se obvia o se acalla.

Y es que ningún cartel con el sello de la Unión Europea o del Consejo Europeo vendría a proponer como algo «alegre», «bello» o «libre» nada que haya de quedar fuera de los esquemas con los que nos pretenden hacer comulgar. Ni por asomo habrían lanzado una campaña de ese calibre protagonizada por una monja, por un fraile benedictino, o por un sacerdote con alzacuellos, proclamando animosos «Trae alegría y acepta al clero»; bajo ningún concepto habrían fotografiado a un padre y una madre con sus hijos, recordando que «La belleza está en la familia como la libertad en la maternidad».

Porque el cristianismo, o la familia, son hoy, para las élites de Bruselas, elementos a exterminar. No así ocurre con el islam, al que hay que blanquear a toda costa, ya sea en su vertiente religiosa, ya lo sea en la cultural. Porque es el mejor ariete contra la Cristiandad. Lo saben, no porque sean especialmente perspicaces, sino porque la propia Historia nos lo cuenta.

El blanqueamiento de lo imblanqueable

Ciertamente, los mahometanos no se lo ponen especialmente fácil. Para revestir la religión que significa literalmente «sumisión», su derramamiento de sangre, sus atentados y sus degüellos, los matrimonios forzados de hombres salvajes con niñas impúberes, su machismo ancestral y casi patológico, la poligamia que hace a un varón poseedor de varias mujeres, su sharía y su yihad, hacen falta grandes esfuerzos y palabras grandilocuentes. Hacerla atractiva no es tarea fácil.

Les ha costado, pero han encontrado en la «diversidad» el remedio a todos sus males. Como reza esta campaña, la diversidad tiene ser «celebrada», para que, como ya casi han conseguido, sea endiosada y digna de adoración. La diversidad no admite debate ni oposición. La diversidad se asume, se venera, se alaba y se bendice. La diversidad es el principio y fundamento. Diversidad o muerte.

Es, sin duda, la gran arma de los enemigos de Occidente, otrora Cristiandad, para acabar con él. Ninguna gran civilización que se precie ha sido diversa, en el sentido y con las connotaciones que nos quieren imponer. Precisamente, el éxito y la prosperidad de los imperios y las naciones ha estado en el encuentro y la construcción de lugares comunes, fáciles de compartir por muchos, y con los que una gran mayoría se pueda sentir identificados y hacerlos suyos.

Para dinamitar una civilización o un proyecto, basta con hacerlo «diverso» o, en su versión fetén, «multicultural».

Permanece por ahí algún inocente, biempensante o desinformado votante, que cree que la Unión Europea es una cuna de tecnócratas que aplican, con método quirúrgico, una serie de medidas, principalmente económicas y siempre excelentes, con las que dirigen con mano sabia y prístinas intenciones nuestros destinos, sin siquiera sospechar que esta Unión Europea no es sino el peor enemigo de Europa.

Quedan demasiado lejos, perdidas en la nebulosa de la Historia, las batallas de Covadonga, Poitiers o Lepanto, en las que una Europa, incipiente quizás en su concepto, pero ya decidida y determinada en su propia noción cristiana, hizo frente al secular enemigo de su civilización.