El hombre tiene la tendencia de caer, y eso es una suerte. La debilidad humana, inescapable para todos, nos sitúa en el lugar adecuado precisamente cuando más lo necesitamos y la providencia hace de las suyas poniendo junto a nosotros a un buen amigo. La redención del hombre viene en gran medida de la disposición de hombros que habitan nuestro entorno. Caer es estupendo porque uno siempre tiene dónde hacerlo, y la desesperación que llega a algunos no es por su caída sino por su falta de suelo.

Siglos de historia de la Iglesia han protagonizado el debate de la fe y las obras. El uno clavó sus tesis en la puerta de un templo reivindicado su particular forma de salvación y los otros le enmendaron la mayor a fuerza de garrotazos —fuerza que se ha demostrado justificadamente útil—. No atinaron, y todavía muchos no lo hacen, los que decían que nos salvará la fe sin obras, nuestras buenas intenciones, nuestras plegarias a manos juntillas. Erraban también aquellos que defendían una fe del activismo, como si Cristo hubiese elegido manifestantes y no apóstoles. La diferencia es abismal.

El debate eclesial encuentra su punto medio en la caída de hombre, y vaya si es una suerte caer. Cristo nos ha enseñado que uno se salva por su fe y la fe no es algo sustancialmente invisible: se concreta en la bondad de las obras. Precisamente por eso el Evangelio no es sólo una buena nueva sino también un programa de vida. Ahora bien: ¿verdaderamente creemos que nos salvaremos por nuestra cara bonita? ¿Acaso por nuestra esmerada sonrisa?

Nuestra fe —pero no sólo ella, también nuestras relaciones— se fundamenta en una dinámica transitiva: no soy yo el que hace sino el que soy hecho. No soy yo el que realiza obras relacionadas con unas creencias sino que soy el receptor de un don rebosante, el recipiente en el que todo es hecho. El debate de la Iglesia es falso porque nunca ha sido necesario hacer sino dejar hacer. Y caer es una bendición para todos aquellos a los que nos cuesta liberarnos de la fiebre del activismo: son otros los que vienen en nuestro rescate. Es por eso que nuestras caídas son bendiciones, oportunidades para dejarnos hacer. ¡Qué grande es así la fe!

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.