Son muchos y variados los movimientos que en la actualidad amagan con liquidar los valores en los que se basan las democracias modernas. Lo LGTB, el Black Lives Matter, el ecologismo desenfrenado, el anticapitalismo… De todos, la divisa nacida con la Revolución Francesa, esa de Liberté, Égalité, Fraternité, parece tener como principal antagonista a la misma corriente que paradójicamente se ve retratada en La Libertad guiando al pueblo de Delacroix, el lienzo que precisamente simboliza la posterior Revolución de 1830 que recuperaría el lema que compondría los tres pilares de la democracia liberal. El feminismo actual parece decidido a borrar cualquier atisbo de un sistema con cuya alegoría se identifica por el simple hecho de tener un pecho fuera.
El sufragismo de hoy es un activismo trasnochado, un movimiento que entiende la libertad de la mujer como un derecho que únicamente puede preservarse a golpe de cuota o imposición. La Libertad ondeada con la bandera morada es aquella que mira con desprecio a la joven que en ejercicio de su voluntad decide ser madre y dedicarse a su familia, porque lo libre es el aborto, no la maternidad. Y es que si hay algo que el feminismo se jacta de conocer es el animus que se esconde tras cada gesto de una mujer. Es este don de la omnisciencia el que permite a la turba de empoderadas saber con plena lucidez que una de sus hermanas luce el hiyab libremente mientras que una desafortunada oprimida viste la minifalda por imposición heteropatriarcal. Sólo con esta perspectiva de lo púrpura se puede determinar cuándo el cuerpo de una mujer le pertenece, y cuándo su albedrío se encuentra intoxicado con un machismo sigiloso que la avasalla impunemente. Porque para el delirio feminista, la libertad de la mujer alcanza su máxima expresión con la excarcelación de raptoras de hijos a las que la manada hembrista ensalza por la dudosa gesta de castigar a su propia prole separándola del padre y condenando a éste a acompañar su dolor con un escarnio mediático tachándolo de maltratador.
Si hay algo con lo que el feminismo colisiona es con la idea de Igualdad. Resulta curioso cómo un movimiento que se erige falsamente en valedor de ésta deje al descubierto tan pronto la perversión de su proyecto. «Ni machista ni feminista», suelen farfullar con sorna los feligreses del lila contra quien no se rinde a su parroquia, haciendo de su credo el único mandamiento a acatar. No hay siquiera lugar para la duda de por qué lo machista encarna la malicia mientras que lo feminista simboliza la bondad; de por qué aquí el lenguaje no es sexista; de por qué no se usa «igualdad».
La respuesta a estas preguntas podría encontrarse en la farsa que subyace a esta ola violeta, una corriente que arroya cualquier atisbo de eso que dice proclamar. Un movimiento que, como la diosa Temis, lleva vendada la vista, pero que, a diferencia de ella, no lo hace en pro de la justicia, sino como guarida frente a la realidad.
Sólo con las gafas moradas se puede gritar «¡nos queremos vivas!» y obviar que, siendo la primera causa de muerte externa en España el suicidio, la tasa de varones víctimas de la salud mental tan aclamada por muchos triplica a la de mujeres (2.771 hombres frente a 900 mujeres en 2019 según el INE). Únicamente con perspectiva de género se puede bramar «sola y borracha, quiero llegar a casa» y no atender en nombre de la igualdad a los 25.298 hombres que sufrieron en 2019 robos con violencia o intimidación mientras sólo se representa a las 16.073 mujeres que padecieron el mismo calvario (según el Ministerio del Interior). Tan sólo con púrpura se puede teñir la cifra de homicidios para dar una mayor importancia a las 55 mujeres asesinadas en 2019 por sus parejas o exparejas que a los 183 hombres asesinados en el mismo periodo o incluso a las otras 54 víctimas que, compartiendo sexo con las primeras, no son dignas de que se guarde por ellas un minuto de silencio
El feminismo actual es experto en girar la cabeza cuando la verdad incordia, incluso aunque con ello exhiba su fanatismo más palmario y la igualdad de parte que defiende. Esta búsqueda de la paridad en derechos a la que no parece importarle la violencia ejercida de una mujer contra otra; que enmudece cuando la raza del violador no satisface su discurso; que aplaude fervorosa el onanismo femenino, pero maldice el masculino; o que llega incluso a basar buena parte de su doctrina en la defensa de unas minorías subyugadas de las que no duda en desterrar a los hombres que padecen agresiones a manos de sus esposas o incluso a los niños que ven su futuro cercenado por sus progenitoras, porque en la contienda por la igualdad, todas las minorías y víctimas son iguales, pero unas más iguales que otras. Esta falaz defensa de la mujer se presenta, así como la coartada de la ideología que, viendo superada la lucha de clases, ha hecho del feminismo su principal medio de subsistencia.
Algo singular de este torrente morado es su claro cariz quijotesco, el que exhibe cada vez que muestra su clara determinación por derrotar algo que no existe. Si las revoluciones suelen surgir como reacción a un fenómeno concreto, el movimiento por la Igualdad ve gigantes donde sólo hay partidos que defienden lo que ellos dicen proteger. Ninguna formación política aboga por la violencia contra la mujer, salvo aquellos que no dudan en hacer chanzas sobre una ceja ensangrentada si la herida es de derechas o fantasear con azotar hasta sangrar a una mujer cuya defensa de sus derechos dicen ejercer.
Quizás el punto más nocivo de esta fingida pretensión de equidad sea el haber hecho de la confrontación y el enfrentamiento su principal herramienta, convirtiendo el lema hobbesiano en «el hombre es un lobo para la mujer». Lo masculino pasa a ser el refugio de la violencia y la crueldad marcado por el atavismo, ese que traza de manera imborrable una labor parental deficiente, una potencial violencia sexual y un innato desprecio hacia lo femenino. Y tan sólo si demuestra suficiente lealtad será condecorado con el título de aliado feminista y el inmenso honor de poder asistir a las manifestaciones con bozal y correa en mano de una defensora de la equidad.
El activismo púrpura reniega de un pasado construido por mujeres y hombres, apostando por un revanchismo que desdeña una complementariedad valiosa y únicamente visible para quienes no ven en la diferencia entre los sexos un obstáculo para que todos los derechos y libertades sean respetados por igual.
El feminismo que con tanto tesón se predica hoy no es sino una forma de hemiplejia. Una ideología basada en una perspectiva de género que, lejos de ampliar la visión, la constriñe. Un punto de fuga que observa la realidad desde un solo ángulo y que, paradójicamente, cuanta más perspectiva tiene, mayor ceguera produce.