Desde que era pequeña, más que ahora si cabe, frecuento la misma papelería, la de mi barrio. Ahí he comprado lápices de todos los colores y de todos los tipos —aún recuerdo a aquella profesora obsesionada con las H y las B, disposición que, por cierto, aún sigo sin entender—. También cuadernos en los que siguen estampadas redacciones —quién dice que no sean mis protocolumnas—.
Nunca he sentido un gran apego a esta papelería, de hecho, siempre he mirado con cierto recelo a Tere, la dueña, a quien mi madre siempre ha acusado de carera. Así cada vez que tenía que entrar por la puerta dorada del local me preparaba, cuando menos, para un atraco.
Sin embargo, mi visión de El Broche ha quedado, casi sin yo quererlo, transformada por completo. La vida periodística que tantas alegrías y penas me da me lleva, aunque diría obliga, a frecuentar más mi barrio laboral que mi barrio natal. Cualquier recado que antes hacía encantada paseando por mis calles, saludando a Antoñito, el del quiosco, a Paco, el del pan, o a Simón, el del súper, se ha visto sustituido por una carrera muy rápida-que-no-me-da-tiempo a la hora de la comida en un «barrio» pegado a la M-30. Y pongo las comillas ¡porque esto ni es barrio ni es nada!
Andaba los últimos días buscando una papelería para comprar un regalo. Decidida a encontrar El Broche de mi nuevo barrio, he invertido mis descansos en buscarla, pateando Sainz de Baranda para arriba, Sainz de Baranda para abajo, sin —oh— encontrarla. Lejos de desanimarme, seguí mi búsqueda en internet, quizá el mapa me podría ayudar y ¡bingo!
Sentí cierta emoción al pensar que encontraría mi papelería y que este barrio empezaría también a ser un poquito más mío. Ya no sería sólo el lugar donde trabajo sino también donde compro mis libretas y dilapido, alegremente, en bolis de colores. En el paseo hasta mi tierra prometida empecé a imaginar cómo sería la Tere de mi nueva papelería. Rubia teñida, ojos marrones, más bien ancha, con un peinado ochentero y unos labios bien colorados.
Desdicha la mía que, al llegar, me topé con un bazar dónde se entremezclan los lápices con los rollos de papel, las gomas de borrar con los rulos para el pelo. ¡Ay, desgracia para mí!
La vuelta a la redacción fue casi procesionaria, a un ritmo lento, como de decepción maldiciendo que en este barrio no haya papelería. En un intento de calmar mi tristeza, me dispuse a engañar a mis entrañas con un buen dulce. Nada que una palmera de chocolate no pueda solucionar. Pero ¡si es que tampoco hay panadería!, advertí. ¡Ni quiosco! ¡Ni si quiera ferretería!
Fue en este instante cuando se esfumaron mis ganas de reconciliarme con mi ¿barrio? laboral. ¡Si ni si quiera hay un quiosco para comprar chuches! Esto más que un barrio es el camino al infierno. Aquí no hay civilización ni posibilidades de hermanamiento.
Ahora refunfuño incluso más de camino al trabajo, mirando con recelo los pocos negocios que aún sobreviven, y entró feliz, casi con las manos en alto a El Broche, aun sabiendo que voy a sufrir un atraco.