Si por algo se ha caracterizado el actual Gobierno de España desde que llegó a al poder es por haberse jactado, siempre que la ocasión se le ha presentado, de ser el altavoz de la gente. Una ciudadanía que a lo largo de los dos años de mandato de Pedro Sánchez ha secundado incondicionalmente todas y cada una de las medidas aprobadas por el Ejecutivo; desde las referentes a indultar a quienes trataron de subvertir el orden constitucional en Cataluña hasta las relacionadas con destinar 20.000 millones de euros en políticas feministas mientras, todo ello pasando por los traslados de los presos etarras a cárceles vascas como paso previo a su inminente excarcelación. El gobierno de la gente que trata de hacer del filibusterismo verdad interpreta el silencio ficticio de los españoles como expresión tácita de su anuencia, cuando en realidad ese mutismo, lejos de ser voluntario, es el resultado de la mordaza que desde la Moncloa se ha impuesto a la fuerza a todos los ciudadanos.

Los repetidos mantras de «es lo que los españoles han votado» o «es lo que las urnas nos han dicho» de los que tanto se ha abusado por parte del presidente y sus ministros como forma de legitimar toda acción sin otra motivación que su propia conveniencia partidista, no son más que dos de los innumerables eslóganes con los que este gobierno ha tratado de burlar —en muchas ocasiones, con éxito— el control al que habría de estar sometido como poder Ejecutivo de una democracia representativa. El Gobierno ha hecho del escapismo su habitual proceder.

Los estados de alarma, efecto antes que causa

Ésa fue la conducta del Ejecutivo a los pocos meses de haber iniciado su andadura, cuando en marzo de 2020 optó por declarar un estado de alarma en lugar de un estado de excepción a fin de sortear el sometimiento a un mayor control parlamentario que hubiese implicado una función que también fue restringida de forma igualmente inconstitucional por parte de la presidente del Congreso, quien resolvió cerrar la Cámara Baja durante un mes, hurtando a todos los españoles el derecho a poder controlar a través de los diputados del resto de partidos las medidas que el Gobierno estaba adoptando en los peores momentos de la pandemia. Hechos que, lejos de producir cualquier gesto de contrición o disculpa por parte de los responsables, obtuvieron como respuesta por parte de Pedro Sánchez un: «Si tuviese que volver a hacerlo, lo haría de nuevo».

Pese a que la crisis sanitaria sea el momento en el que más palpable por lesiva haya sido la antipatía que este Gobierno siente hacia todo aquello que conlleve dar explicaciones sobre su actuar, la pandemia ha resultado no ser más que el anticipo de lo que hoy es ya la tónica habitual de todos los miembros del Consejo de ministros.

Si bien resulta especialmente aberrante e insultante para todo un país sumido en una pandemia que observaba encerrado cómo casi un millar de compatriotas perdían la vida cada día, que quien debía dirigir España se limitara a hacer apariciones televisivas prácticamente a diario para recitar los eslóganes y consignas que su endiosado gurú había ideado y sin aceptar preguntas por parte de la prensa, una vez acabada la emergencia, el Gobierno parece no querer desprenderse de tamaño placer. La limitación de turnos de palabra en las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros, las llamadas «declaraciones institucionales» (que no son más que la coartada del Presidente para no aceptar preguntas), la negativa del Gobierno a publicar informes oficiales y que deberían ser públicos, el blindaje de todas las apariciones públicas de Pedro Sánchez ante la ciudadanía, y los continuos ataques a los tribunales que imparten justicia en lugar de bailar al son del Gobierno, son la prueba de esa querencia que late en unos dirigentes que han degustado el manjar del poder sin supervisión.

La dosis semanal de ese desprecio hacia la vigilancia lógica en cualquier democracia se escenifica en las sesiones de control al Gobierno, unos plenos en los que, al igual que en el resto de situaciones, el Ejecutivo, amén de obviar con total descaro las preguntas que se le formulan, emplea sus turnos de palabra en embestir al partido que le interpela con la fiereza más cruenta o exigiendo explicaciones o responsabilidades a la misma oposición, pervirtiendo así el sentido de la función parlamentaria. Mandatarios que entienden el debate parlamentario como la perfecta ocasión de demostrar su destreza para repartir zascas o para enumerar datos que nada tienen que ver con aquello por lo que son interrogados.

Es probable que esta falta de decoro y de talla política responda a una concepción errónea del parlamentarismo y de la política en sí. La idea de que la silla en el Consejo de ministros es simplemente la expresión de un derecho de cuna que ostenta el que la ocupa y que le colma de privilegios merecidos sin ninguna obligación ligada a ellos. Un puesto que hace de la ciudadanía los súbditos del mandatario y no al revés, teniendo incluso elección de no responder a aquellos medios o parlamentarios que no sean de su agrado.

La responsabilidad de los medios de comunicación

En este punto es inevitable plantearse qué papel juega la prensa y qué parte de responsabilidad es atribuible a ese cuarto poder que parece ser más bien la cuarta pata en que se apoya la silla del presidente. Porque son los medios —y así lo pregonan ellos mismos subrayando su más absoluta imprescindibilidad— los encargados de trasladar a la ciudadanía la gravedad de los asuntos que acontecen. Y es que resulta difícil de entender la quietud con que se ha aceptado el constante ninguneo por parte de la Moncloa a la profesión periodística censurando preguntas durante el confinamiento; evitando comparecer el presidente durante más de dos meses en plena pandemia ante la prensa y concediendo entrevistas desde que accedió al poder únicamente a dos medios para asegurar el masaje; proponiendo desde el Congreso el veto de periodistas que no preguntan a gusto de los partidos de izquierda; respondiendo los ministros y portavoces a las preguntas con fórmulas prefabricadas que no disipan dudas y que se limitan a repetir por más que se les insiste en su no respuesta; todo ello unido a la inestimable ayuda que desde las rotativas y las ondas se presta al Gobierno a la hora de alimentar la quimera de la crispación como forma de igualar al que exige explicaciones y transparencia y quien se niega a concederlas no estando legitimado a ello.

El Ejecutivo actual se ha convertido en el arquetipo de la política entendida, no como la vocación de servicio público que debería ser, sino como un medio de supervivencia personal en el que los que ocupan las distintas carteras conciben la rendición de cuentas y las explicaciones acerca de lo que hacen con lo que extraen del bolsillo del ciudadano como una trampa o un perjuicio a su imagen que están llamados a sortear por cualquier vía. La transparencia, lejos de ser un gesto de respeto a la ciudadanía, es vista por los gobernantes como la desnudez que deja al descubierto sus puntos débiles que puedan servir a la oposición para arremeter contra la Moncloa. Así lo han expresado en reiteradas ocasiones varios de quienes hoy dirigen España, advirtiendo en cada crítica proveniente del resto de partidos la más clara y unívoca intención de derribar al Gobierno, ahondando más si cabe en el egocentrismo y ampliando la brecha entre Pedro Sánchez y la realidad al atribuirse un papel protagonista en la vida de los ciudadanos que no es tal. Pues la cosa política no ocupa en la mente de los meros mortales —a diferencia de las de las deidades que gobiernan— más que un estrecho rincón donde únicamente yace la preocupación de llegar a fin de mes sin importar el color del que dirija el país.

Quizá esta legislatura haya puesto de manifiesto las carencias del sistema en materia de control parlamentario a un gobierno que se ha valido de la buena fe de la Transición para llegar a denostar y tachar de ilegítimo al pluralismo político, uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento, sin tolerar la crítica, abrazando la opacidad, y hurtando a los españoles representados en el Congreso cualquier explicación sobre el devenir del país en cuestiones tan relevantes como la postura de España en los conflictos de Afganistán, Ucrania o el Sáhara.

Porque es intolerable que el mismo presidente que se ufanaba de su intención de derogar la Ley Mordaza del anterior Ejecutivo, pretenda hacer del bozal su modo de gobernar.