Desde hace unas semanas pienso, con bastante frecuencia, en la increíble pobreza que tiene nuestro idioma para identificar y significar las emociones, las pasiones y los sentimientos humanos, cuando, por el contrario, existen innumerables sustantivos para designar las diferentes alternativas tipológicas en cebollas, variedades en el tono de un color e incluso sinónimos para referirnos al estado de embriaguez. Las palabras para hacer referencia a eso que podríamos llamar la vida sentimental brillan, precisamente, por su ausencia.

No sé muy bien a qué se debe esto, si al pudor o vergüenza por tratarse de la vida íntima o si a razones de otra índole y tampoco pretende esta columna hacer una digresión filosófica al respecto, mis propósitos son mucho más humildes. Lo que digo es que la pobreza lingüística conduce, de manera inevitable, a la pobreza y aspereza sentimental. Pero, queridos amigos, aquí es donde aparece, a mi modo de ver, el cine como salvación. Porque el cine es eminentemente visual, es fotográfico, nos trae a golpe de primeros planos los rostros y las miradas de los personajes que desfilan por la pantalla. Y nada nos enseña tanto sobre la vida de alguien como mirar, atenta y adecuadamente, su rostro. Es más, nada nos enseña tanto sobre la condición y los sentimientos humanos, en general.

Ya sé que sería fácil, y probablemente un poco tramposo, hacer ahora una retahíla de rostros bellísimos, atractivos, inolvidables, traer un inventario de actores con hoyuelo en la barbilla y rasgos simétricos, o de actrices con enormes ojos de un color perfecto para ser rodado en Technicolor. Pero no, lo que quiero traer aquí, a la memoria de todos, es algo que ni siquiera es alguien, que ni siquiera es humano, que no tiene ni sonrisa ni lágrimas, que no emite más que un par de palabras —llenas de significado, eso sí— y algunos sonidos y que, en cambio, nos impregna de todos los sentimientos que es capaz de expresar. Quiero recordarles a WALL-E.

Y es que tú te ves reflejado en el pequeño robot WALL-E porque los domingos, en el Rastro, rescatas un viejo vinilo o una vieja ilustración o una vieja vajilla o un viejo encendedor o un viejo cubo de Rubik o un inclasificable tenedor-cuchara o un viejo lo que sea y, después, te lo llevas a casa para mirarlo de vez en cuando y ser feliz. Porque cuando en un día de sol y frío, que son los mejores, tú la estás esperando en su portal y la ves salir por la puerta, mirarte y sonreír, «llego tarde, lo sé» dice, y todo eso te recuerda lo feliz que eres y lo mucho que se parece ese momento a aquella escena, cuando WALL-E ve por primera vez a EVA que, risueña y sin sentirse observada, comienza a volar libre y alegre. ¿Cómo no se va a enamorar él si también lo hemos hecho todos?

Y tú ya no es que te veas reflejado, sino que eres WALL-E cuando cuidas de ella día y noche, llueva o truene, y la tapas con el paraguas a pesar de los rayos, a pesar de que su brazo, las bolsas y el paraguas pesen cogidos al tuyo, que haces todo eso sin esperar nada a cambio porque WALL-E no tenía ni idea de que la grabación de seguridad de EVA estaba activada y que ella, tiempo después, accedería de casualidad a verla y se enamoraría locamente de ese torpe y viejo robot que la cuidó cuando más lo necesitaba. Y tú eres WALL-E cuando intentas impresionar a esa persona que te gusta y toda la torpeza que hay en ti parece estar a flor de piel, querer salir de golpe y no dejarte conquistarla. Pero ella se ríe risueña cuando se te cae el sobre de azúcar sin abrir dentro de la taza de café, como EVA se ríe cuando le cae a WALL-E aquel metal en la cabeza.

WALL-E nos enseña que hay que ser románticos siempre, que la nostalgia es un refugio y que hay que mimarse mucho a uno mismo. Que lo importante de la vida no es el anillo de diamantes, sino la bonita caja que lo contiene. Que siendo nosotros mismos podemos conseguir que la chica que nos gusta, y a la que vemos inaccesible, se enamore de nosotros, nos dé un beso y nos coja de la mano como tantas veces hemos imaginado. WALL-E nos enseña a entrar tarareando en casa, a sacar de un tostador un viejo VHS y a protegerse de todo en el cine. WALL-E activa su modo grabar cuando ve algo que le gusta. Su vida de repuesto es la nostalgia y el cine, valga la redundancia. Y decía que EVA le da un beso cuando se pone extremadamente contenta porque WALL-E sigue vivo y no ha explotado en mil pedazos, un beso que aparece expresado a través de un pequeño golpe de electricidad, de un chispazo, porque qué son los besos más que calambres de ternura. Y tú aquí vuelves a ser nuestro amigo robot que, obnubilado, flota por el espacio. Hay besos de los que sólo se despierta con el siguiente.

WALL-E, robot demasiado humano, nos enseña el gran abanico de sentimientos y sensaciones diciendo apenas unas palabras. WALL-E es ese algo que se ha ganado el derecho a ser alguien. Y, como un rostro vale más que mil palabras, no olviden el suyo, no olviden su mirada, porque ahí está concentrado todo lo humano.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.