Resulta innegable que los satisfechos aliados del «Estado Revolucionario» lo conforman personas que no confían en su propia capacidad para contrarrestar sus miedos vitales a través del ejercicio responsable de su libertad, y encuentran al Estado como lujosa tabla de salvación, aunque el precio sea la pleitesía, pues la condición de animal doméstico conlleva la situación de animal de matadero, decía Jünger en feliz metáfora.

No obstante, la «libertad liberal» que entienden prescindible, ha sido la causa directa del crecimiento económico del que se ha alimentado el voraz Estado del Bienestar, antecedente de su adorado Estado Total. 

De estos dos hechos podemos deducir la paradoja a la que no encontramos salida: en el triunfo del Estado Liberal, al crear un excedente de bienes y servicios, anidaba su derrota como forma política. Veamos por qué.

Alcanzado cierto grado de riqueza, una parte importante de la ciudadanía puede sostener una existencia independiente. A partir de ese momento las intromisiones del Estado, pero también las obligaciones de las instituciones sociales, empiezan a molestar.

Para la oligarquía política nada le resulta más molesto que se pretenda prescindir de ella, pues si ello ocurriese se quedarían sin trabajo.

Por tanto, si un determinado estándar de riqueza provoca que el pueblo esté dispuesto a canjear seguridad a cambio de libertad, ese mismo estándar es el que hace saltar las alarmas en el Estado para que el miedo empiece a difundirse desde todas sus terminales para que la libertad recibida en el canje se devuelva a cambio de la seguridad perdida.

Es el eterno retorno de la anomia, la dependencia, la inflación y, en suma, la fe en el Estado como promesa de inmunidad; derrotando al liberalismo que permitió crear individuos autónomos gracias a favorecer las condiciones que hacen posible la confianza en sí mismo.

El nudo gordiano de lo que nos pasa se encuentra en que la seguridad que se anhela y el miedo que la destruye dependen de las mismas manos, pues el Estado controla un presupuesto que nunca mengua gracias a la deuda pública, base del clientelismo rampante; pero también administra los factores del desasosiego como el paro, la delincuencia callejera o los ataques a la propiedad inmobiliaria.

Es el garante de la seguridad que nos produce comodidad, pero también nos enseña que podemos perderla si no obedecemos.

Los dirigentes de los Estados conocen que su auténtico trabajo consiste en dosificar el miedo poniendo en duda constante la seguridad vital que, al mismo tiempo, proclaman blindar; pues cuando el terror se apodera de la platea el público aceptará los mayores disparates con tal de que los devuelvan a la tranquilidad del sillón. Los dislates que vemos a diario sin mostrar la más mínima indignación libran de poner ejemplos.

En un mundo donde la obsesión por la seguridad convive de manera indisoluble con el temor generalizado, la clave de la libertad individual reside en mantener la confianza, la fuerza y los saberes que impidan al Estado disponer en exclusiva del botón del pánico.