La segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas de julio de 2024 certificó lo que ya venía siendo una tendencia: el sistema político conocido como democracia ya no es aquél en el que el pueblo elige a los gobernantes mediante su voto, sino que el voto se ha convertido en un procedimiento gubernativo por el cual una oligarquía que se considera moralmente superior clasifica, divide y juzga a su plebe entre buenos y malos, según la papeleta que depositen en las urnas.

La proscripción actúa de forma automática: si no estás conmigo no sólo eres mi adversario, sino que representas el mal.

El salto de la rivalidad a la maldad es cualitativo, pues el contrincante nunca deja de ser un igual con el que se compite, pero el malo es el otro al que resulta legítimo eliminar por «difundir odio» (querer el mal de los buenos).

La criminalización a los que votaron al partido de Le Pen en la primera vuelta por parte de Macron y sus aliados no necesita más explicaciones, aunque las cercanas presidenciales en los Estados Unidos nos servirán para ratificar lo que ya es un dato.

Este cambio en la naturaleza de los regímenes políticos en los que pretender cambiar el Gobierno es cosa de malvados, porque bien sólo hay uno y ya gobierna, nos obliga a plantear las condiciones de la libertad en una época histórica donde la que vamos a denominar libertad liberal ya ha sido liquidada, tal y como iremos viendo a continuación.