La regeneración es ineludible

Los impuestos aumentan, la calidad de los servicios se estanca o retrocede y la administración es un obstáculo más que en un aliado

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La regeneración del sistema político se ha convertido en una de las tareas más urgentes de nuestra época. Los ciudadanos perciben con claridad que las instituciones, lejos de responder con agilidad y eficiencia a las necesidades reales de la sociedad, parecen atrapadas en un laberinto burocrático que favorece a unos pocos y desgasta a la mayoría. El Estado, en lugar de ser un instrumento al servicio del bien común, se ha transformado en una estructura pesada y a menudo contradictoria, que consume recursos y tiempo, pero que cuando surgen las dificultades escurre el bulto para echarle la culpa a otros. Y es que no se nos olvide, en España Estado es desde el gobierno central hasta el último Ayuntamiento, pasando por Comunidades Autónomas y Diputaciones. Cada uno con sus competencias, pero lamentablemente la mayoría con incompetencia. Nuestro Estado, en todos sus estratos, se ha demostrado eficaz en la pelea política, en el gasto y en la regulación, pero ante la crisis económica, la falta de vivienda accesible, la inmigración masiva, la pandemia o cualquier catástrofe natural o forzada, ha mostrado sus costuras rotas. Y sobre todo, cero propósito de enmienda.

Regenerar el Estado no significa reducirlo hasta hacerlo irrelevante, sino devolverle su función esencial: garantizar derechos, ofrecer servicios públicos de calidad y establecer reglas claras que favorezcan la convivencia y el desarrollo económico y social. Hoy, sin embargo, nos encontramos con un Estado que ha multiplicado organismos, cargos y normativas sin una justificación real, lo que unido a la ineficiencia demostrada, ha generado un desencanto social cada día más generalizado. El exceso de capas administrativas (ministerios, consejerías, direcciones generales, entes y organismos duplicados) genera un escenario en el que nadie sabe muy bien quién decide qué, y donde la rendición de cuentas se diluye en una maraña institucional.

El ciudadano común intuye que algo no funciona, porque ve cómo los impuestos aumentan, la calidad de los servicios se estanca o retrocede y la administración se convierte en un obstáculo más que en un aliado. Frente a esa percepción, la respuesta de la clase dirigente suele ser la contraria: más estructuras, más complejidad y sobre todo, más conflicto entre administraciones. De esta manera, se preserva un ecosistema en el que la opacidad y el gasto excesivo o ineficiente son vistos como males inevitables, cuando en realidad son fruto de una decisión política consciente.

La regeneración, por tanto, no será posible sin una presión constante desde la sociedad civil. No bastan las promesas de campaña ni los discursos reformistas que nunca se concretan. Hace falta un cambio cultural que devuelva la política a su esencia: una herramienta para resolver problemas y no para perpetuar privilegios. Implica apostar por la transparencia radical, por una administración ligera y eficaz, por instituciones con reglas simples y claras, y por un sistema que premie el mérito y el servicio, no la obediencia ciega a los aparatos de partido.

La simplificación del Estado no es una utopía, sino una necesidad práctica. Un sistema político regenerado es urgente para la propia pervivencia de la nación. Lo que está en juego no es un gobierno u otro, sino la confianza de los ciudadanos en la democracia misma y sobre todo, la capacidad de estos ciudadanos de ser portadores de la soberanía nacional y popular, frente a las interferencias de las castas, sean estas políticas, empresariales o globalistas.

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