Lo que mueve nuestro obrar es el deseo, y eso incluye el voto. 37,5 millones de españoles que van a votar este próximo 23 de julio y las razones por las cuales van a decidir hacerlo a uno u otro partido político o a ninguno son tan racionales como viscerales.

La cita electoral tiene lugar en el centro del verano, que es cosa seria. Del verano si hay algo solemne, oficial o institucional que pueda tolerarse eso son las fiestas patronales, y lo que algunos llaman la «fiesta de la democracia» es todo menos festiva, aunque solo sea por el esfuerzo que exige.

Decía Madariaga que la psicología nacional del español media entre el individuo y el universo, y que se caracteriza por sentir la patria como el amor. Por eso me parece —y me ha parecido siempre— complicado imaginar a un elector acudiendo a su correspondiente colegio electoral animado por algo parecido a la ilusión.

Otorgar al español la condición vital permanente de ser electorado es la mejor forma de alimentar su desapego y su desidia; pero esta fuerza es «radicalizadora» en el sentido contrario al que se puede imaginar. Es radicalizadora a fuer de catalizadora del anhelo impensado de esa paradójica solución política —precisamente por no serlo— de la que hablaba John Gray: el modus vivendi, es decir, un sistema que garantice la búsqueda de la coexistencia entre diferentes formas de vida como reinterpretación de la vieja tolerancia liberal.

¿Qué alternativa política puede hoy encauzar mejor el «¡dejadnos en paz!» que marcará cada voto? Aquí está el rédito electoral: nosotros os dejaremos en paz.