La España rasgada

Un 9 de noviembre de 1989, caía el Muro de Berlín. Se derribó la muralla de la miseria, de la ignominia, de la opresión. Por mucho que, actualmente, se pretenda justificar lo injustificable tirando de posverdades, echar abajo esa barda representó la vigencia de la democracia liberal, que triunfó sobre la opresión, el hambre, la muerte que trajo consigo el régimen comunista. Si dudas quedan sobre ello, basta revisar hacia dónde saltaba la gente cuando se edificó el armatoste aquel.

Otro 9 de noviembre, pero del año 2023, en una fecha en la que se debería conmemorar y remembrar los valores de la libertad, y exhortar por su ejercicio responsable, España dio inicio a un incierto proceso que amenaza con apartarse de su otrora democracia que puede fracturar el país, literalmente hablando, y que fue el inicio del incierto rumbo que ya es la marca de esta legislatura.

Aquella tribuna en la que debatieron, discreparon y conciliaron preclaros oradores, hombres de Estado de todo signo ideológico, capaces de llegar a pactos trascendentales para preservar la concordia, la paz y estabilidad democrática, se ha convertido en un penoso escenario de ataques, presiones y chantajes. Un alarde de intemperancia, incapacidad, ambición desmedida, cinismo.

El pacto de investidura con el que arrancó el nuevo ciclo sanchista no ha hecho sino profundizar las cicatrices viejas y abrir otras nuevas. Un acto como éste puede poner en riesgo a todo un país: saltar el charco de la falta de votos con la ayuda de quienes anhelan fracturarlo, habla a las claras de que, hace rato, un enfermizo ejercicio y abuso del poder se instaló en La Moncloa y en el quehacer político español.

Atrás quedaron las voces moderadas y la discrepancia de altura. Hoy, visto lo visto, hay que reventarlo todo y patear el tablero. No importa si existe una Constitución de por medio, o si hay obligaciones ineludibles, que han devenido en meros formalismos prescindibles al momento de buscar el poder.

Ahora, las estridencias marcan la agenda, la desfachatez sustituyó a la probidad, el populismo barato es la punta de lanza para la toma de decisiones trascendentales, la vocinglería acabó con la ecuanimidad. España, en suma, abrazó como suyas las taras de las que adolecen regiones como Iberoamérica. Ha cedido a la demagogia de barricada, un espacio que nunca debió tener: reproducir los vicios de regímenes que hacen del conflicto un modo de vida, constituye un claro retroceso para cualquier país del mundo.

Incluso, la jerga utilizada por los parlamentarios, se degradó al punto de instalarse en el Pleno aquello del lawfare, la derecha, el fascismo, la judicialización de la política, los ricos y los pobres, los buenos y los malos, los opresores y los oprimidos… En fin, crispación pura.

Mientras tanto, fuera de las poltronas parlamentarias y de aquella retórica vacía, hay una sociedad que se rompe cada vez más. Hay desconfianza y recelo que escala. Hay un daño que es cada vez más grande, en resumen, y que amenaza con cruzar un punto de no retorno. Ni qué decir de los escándalos del momento y los nombres que copan las tapas de los diarios y las tertulias en los medios.

El cada vez más rudimentario nivel gubernamental y legislativo, acrecienta el clima de intolerancia y tensión. Ese es el medio, el hábitat en el que perviven con comodidad los regímenes que funcionan a punta de populismo.

A eso ha retrocedido España. A una rasgadura en su convivencia, en su manera de concebir la libertad, en su democracia, en sus instituciones. El país, probablemente, haya empezado a añorar lo que en algún momento fue una política —de todas las vertientes— cauta en su accionar en los temas de Estado, moderada en sus posiciones y algo más sabia. Hoy, todo se ha podemizado. Y es ése, aunque resulte una verdad incómoda y políticamente incorrecta, el detonante de la discordia reinante.