Hay una cosa muy española que uno sólo es capaz de descubrir cuando anda fuera de nuestras fronteras. Ese nosequé patrio que nos imbuye a todos por igual cuando estamos en el extranjero: los decibelios. El grito español es característico por su tono, pero más por su contenido, que abusa de lo sarcástico y roza lo desagradable. El jaleo es nuestras sandalias con calcetines y no hay ocasión que no se nos preste al tono elevado.

Lo que muchos calificarían como defecto, los españoles lo hemos convertido en virtud. Hacer de la impureza nuestra bandera, enarbolar la algarabía con semejante facilidad, hace que los estándares de españolidad tiendan a la universalidad. Recuerdo que en uno de los veranos de hace no tanto tiempo tuve que entregarle mi pasaporte a un policía vienés de más de dos metros porque unos vecinos pensaban que nuestra españolidad les resultaba un tanto desagradable. Nos amenazaron los agentes con llevarnos a comisaría, así que hicimos silencio sepulcral durante, al menos, tres minutos. No entendió el policía que los gritos eran nuestro mejor documento y que, de habernos llevado a comisaría, el castigo no sería nuestro.

Decía que pocas cosas hay más nuestras que la impureza porque tengo ojos y cojo el metro cada día. La impureza como imperfección perfeccionada, como despreocupada preocupación, que diría Camba. No hay un español igual que otro porque no hay uno solo perfecto. Por eso a veces pienso que Rafa Nadal jamás podrá representar a todos los nuestros. Y esto no es una crítica a la tara nacional, sino una apología de la impureza. Dijo Ferrera que Joaquín pisaría el albero por sus cojones y han tenido que salir las beatas de la ortodoxia taurina a criticar a un torero cosido de cicatrices.

Porque si algo hay rematadamente español, por encima del jaleo, es la pureza impostada. Esa que cada Semana Santa nos viene a decir que vaya vergüenza lo de que gente sin confirmar lleve a la Virgen de su pueblo a hombros. Una España que critica a Feijóo tomando vinos con Bertín y a Joaquín saltando la barrera. Una España envidiosa de no estar tomando vinos con Bertín ni aplaudiendo verónicas en la Maestranza. Me consuela pensar que esta España, aunque ruidosa, es sin embargo minoritaria, por mucho que la pandemia de los visillos la haya alimentado.

Nuestro jaleo no tiene remedio, pero sí salvación. Así que defender lo que nos señalan es abrazar la virtud. Siempre habrá un español dispuesto a decir que tal y cual, que vaya catetada la nuestra, que menudo despropósito. Pero a mí me gusta la España de Urdangarín animando el balonmano, la de Ancelotti bailando entre adolescentes, la del biombo de Ferraz y —ésta es mi favorita— la España de Rajoy saliendo borracho de Arahy. Así, cuando, ya en las postrimerías de nuestra vida, allá en el juicio particular, la Virgen ejerza de abogada, sólo espero que espete algo así como: «Perdónalo, Padre. Éste es español». Esa será la mejor defensa.