Hubo un tiempo en que el Reino Unido fue una potencia de la automoción. En los años cincuenta, era el segundo productor mundial y el mayor exportador de vehículos. Ciudades como Coventry, Birmingham u Oxford construyeron automóviles y la reputación industrial de toda una nación. Jaguar-Land Rover, aún hoy entre Coventry y Birmingham, sigue siendo un motivo de orgullo. En los setenta, la producción superaba los 1,6 millones de unidades anuales.
Hoy, sin embargo, el país ha retrocedido a cifras de mediados del siglo pasado: apenas 800.000 vehículos en 2024. El nivel más bajo —confinamientos aparte— desde 1954. Y en la primera mitad de 2025, el desplome ha sido del 12% adicional. El anuncio de BMW de trasladar a China la producción del Mini, icono de diseño británico concebido por Alec Issigonis, lo resume todo: 1.500 empleos en riesgo y una señal de alarma para un país que no logra conciliar crecimiento, transición energética y soberanía industrial.
El gobierno apunta a factores como la competencia global, el tipo de cambio o los problemas de suministro. Cierto, pero insuficiente. El verdadero trasfondo es doble: un reajuste geopolítico profundo y errores de política interna. Los Estados Unidos subsidian masivamente su producción de baterías y vehículos eléctricos gracias a la Inflation Reduction Act. La Unión Europea ha respondido con aranceles de hasta el 35% a los modelos chinos. China, por su parte, contraataca con represalias selectivas. El automóvil ya no es un producto de consumo, sino un activo estratégico del siglo XXI.
En ese tablero, el Reino Unido corre el riesgo de convertirse en mero escaparate de fabricantes extranjeros: ni protege a sus empresas, ni construye una cadena de suministro competitiva. Apenas cuenta con una gigafactoría mientras Europa levanta decenas. El resultado es obvio: sin músculo energético, sin inversión en baterías y con costes desbocados, Oxford deja de ser viable para el Mini del futuro.
A ello se suma un marco normativo que estrangula al sector hasta sacrificarlo en el altar de la religión climática. Londres mantiene la prohibición de vender coches de combustión a partir de 2035, con cuotas forzadas de eléctricos muy por encima de la demanda real. El año pasado, uno de cada cinco coches matriculados fue eléctrico, pero las compras privadas no llegaron al 10%. El resto, flotas y adquisiciones incentivadas. La red de recarga es insuficiente, los modelos superan de media las 35.000 libras y los hogares pagan la electricidad más cara de Europa. La política se impone sobre la realidad.
Entre 1945 y finales de los setenta, el llamado «consenso de posguerra» quiso planificar, nacionalizar y dirigir la industria. El desenlace fue un parque automovilístico de mala calidad y fábricas condenadas a la irrelevancia. El riesgo es repetir el error con las cero emisiones como pretexto. Gran Bretaña aún tiene el talento y el saber hacer para reinventarse, pero necesita otro enfoque: energía más barata, un marco regulatorio ágil y realista, y menos intervencionismo. Y, sobre todo, asumir que la automoción no es un experimento moral.
La pérdida del Mini en Oxford no es un episodio aislado, sino una advertencia. El coche que encarnó la creatividad británica —pequeño, ingenioso, práctico— corre ahora la misma suerte que la industria entera: de líder mundial a pieza de museo.