La creencia de un descreído

'Magia a la luz de la luna' es una película sobre esos que necesitamos creer porque parece que todo a nuestro alrededor grita que no hay nada que sostenga la esperanza

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Creo recordar que una vez escuché a Gregory Peck, en alguna película en la que hacía de sacerdote, que lo difícil no es creer en Dios, sino creer que alguien te quiera, en el modo y manera que tú eres. Puede que fuese a Anthony Quinn, no lo tengo claro. La cosa es que ese pensamiento me vino a la cabeza cuando hace unos días me volvía a ver Magia a la luz de la luna, película, casi inadvertida, en la que Woody Allen —ateo pertinaz y mago del desencanto— acaba confesando, sin dramatismo, que sin ilusión la vida se reduce a ir tachando días en el calendario.

Colin Firth interpreta a un mago que desenmascara médiums con la misma facilidad que uno sopla y apaga una vela. Emma Stone, por su parte, ilumina la pantalla con la frescura de quien encarna lo imposible. Entre ambos no se juega un truco de cartas ni una farsa, se juega la posibilidad de creer. No en fantasmas ni espíritus, sino en que aún existe alguien que puede hacernos cambiar nuestra mirada con un gesto, que nos hace sentir más vivos, que, como diría Miguel Delibes, con su mera presencia aligere la pesadumbre de vivir.

Allen, quien tantas veces nos enseñó a desconfiar de todo, parece aquí rendirse un instante ante la evidencia de que necesitamos engaños para sostenernos. Y no hablo de mentiras grandes, sino de pequeños milagros cotidianos: una risa compartida en medio de la rutina, un abrazo que llega cuando menos lo esperas, la forma en que alguien recuerda lo que para ti es casi invisible. Recuerda también nuestras propias obsesiones: esos intentos de racionalizarlo todo, de medirlo todo, de no dejar espacio al azar ni al cariño inesperado. Y, sin embargo, en medio de todas esas inseguridades nos muestra la lección más sencilla y difícil de todas: que a veces no hace falta entender nada, sólo dejar que nos pase. Que la magia ni se mide ni se explica, ocurre.

Pienso que Woody Allen nunca ha tenido esas ínfulas tan habituales en el cine de ahora, de querer exprimir moralinas y moralejas por doquier. No, Woody Allen no se propone enseñar nada, sólo contar. Contarnos que la vida es demasiado compleja para la lógica y demasiado frágil para la incredulidad absoluta e invitarnos a aceptar que lo que no se ve —la ternura, la sorpresa, un amor que llega sin permiso— puede ser lo más real que tenemos. Puede que la vejez de Allen haya hecho más esperanzado al neoyorquino, pues aquí filma con la suavidad de quien sabe que los milagros no necesitan trompetas ni fuegos artificiales. La luz de la luna, una brisa que nos despeine, un gesto que dura un segundo más de lo previsto. Todo eso basta para hacer creer al descreído Firth y, de rebote, a nosotros. Nos recuerda que los prodigios más grandes se encuentran en lo cotidiano, que Dios acontece en nuestras agendas y que, tal vez, la única magia que importa es la que nos permite mirar a alguien a los ojos y, por un instante, creer que todo puede estar bien.

Al final, Magia a la luz de la luna no es una película sobre médiums ni sobre trucos. Es una película sobre nosotros, sobre esos que necesitamos creer porque parece que todo a nuestro alrededor grita que no hay nada que sostenga la esperanza. Quizá así Allen nos hace ver que, en muchas ocasiones, la vida se parece a ese truco bien hecho del que no importa lo que haya detrás, sino el efecto que deja en nuestro corazón.

Terminó la película y tuve que salir de casa. Sentado en un banco recordé otros veranos que se fueron, otras películas y algunos momentos compartidos con personas que ya no estan. Pensé en lo improbable de todas esas coincidencias que me hicieron feliz y me hice pequeño. Entonces volvió el regusto de Magia a la luz de la luna, que sabe a que el milagro no es que exista lo imposible, sino que alguien, contra todo pronóstico, nos haga sentir que todavía vale la pena intentar creer. Y eso, si me preguntan, es más que suficiente para seguir.

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