Me cuesta explicar con acierto qué es exactamente Twitter a quienes no lo usan, encontrar una forma de expresar los matices que se encierran en él, atinar en resaltar su lado más humano. Nadie niega que la plataforma esté plagada de personas ociosas con grandes dosis de bilis que se dedican a atacar al contrario. Es, en efecto, algo terriblemente llamativo leer algunos insultos tan cargados de odio dirigidos a una persona ajena por un comentario desventurado, eso sí, a menudo desde una cuenta anónima. Nadie niega que hay propaganda de más, que hay bots molestos, que enseguida arde por tonterías.

No obstante, como me he propuesto parecerme más a G-Máiquez y a Julio Llorente en fijar el punto de vista en el lado alegre de las cosas, vamos a quedarnos con eso: Twitter puede ser —y lo es para la mayoría— un lugar muy sano. Twitter no es una revista cultural ni un informativo, no es un canal político ni un suplemento de moda. No es púlpito ni escenario. No es la consulta del psicólogo ni el café con un amigo. Pero sí es un poco de todo eso. Cabe el chiste y cabe el consejo. Comentar el partido del Real Madrid convive sin problema con hablar de cine clásico. Las fotografías de hermosas bibliotecas se entremezclan con los memes más absurdos. Hay cuentas que retransmiten su vida y sus estados de ánimo con pelos y señales, ayudándonos a comprender que estamos todos hechos del mismo barro, y otras que huyen de cualquier pista que pudiera hablar de algo personal y son fuente de las recomendaciones más exquisitas o de las reflexiones sociales más certeras.

Tal vez, sin embargo, Twitter no es especial por la variedad de campos que regala, sino por el vínculo que se crea entre usuarios. Por esos lares se han forjado amistades muy hondas, han salido algunos amantes, han nacido amores que han muerto y otros que terminaron en boda. Ya existen, ay, hijos tuiteros.

Uno se sorprende recordando a V. al cruzarse con una bicicleta de carretera o a C. al ver un patito o a M. al toparse con un fotograma de 101 Dálmatas o en J. al admirar el talante italiano. Hemos rezado por exámenes y por operaciones, nos hemos alegrado con el anuncio de un embarazo y hemos sentido la muerte de padres y abuelos. Con mayor o menor cercanía, asistimos a los inicios de una nueva relación y también somos testigos de las heridas de un corazón roto. Celebramos cumpleaños, ascensos y retos cumplidos. Son sentimientos sinceros, con la distancia que manda el mundo en línea, pero sinceros, al fin y al cabo.

Hablo a modo personal, aunque aventuro a decir que no es en absoluto una excepción: en Twitter he pedido y se me ha dado con dedicación. Qué le va a una chica con la que apenas he interactuado dedicar unas horas a responderme larga y cariñosamente a una pregunta sobre un problema familiar. O qué gana el escritor, profesor universitario, que trabaja horas incontables, en detener su día para darme recomendación al pedirle cómo administrar el tiempo. Por qué alguien accede a leer un manuscrito sabiendo de antemano que no hará ganancia con ello o con qué razón hay quien ofrece los detalles de su cuenta de Filmin sin ninguna condición a cambio. Quizá estos gestos desinteresados, que no suenan a favor extraordinario, sino que emergen con naturalidad, sirvan para demostrar que la bondad es más común de lo que tendemos a pensar, que es el servicio el que está intrínsicamente ligado a nuestra naturaleza y no el egoísmo.

A pesar de que las desvirtualizaciones son una cosa bonita —en ellas se confirma aquello que se intuía con fuerza, no son necesarias para llamar amistad a relaciones que ya han cumplido más de un lustro. Y ni siquiera hace falta el peaje de antigüedad. Hace pocas semanas, por ejemplo, se coló en mis dms M. y pronto descubrimos que nos unían un sinfín de circunstancias y gustos, y se ha convertido de pronto en una confidente diaria. Y claro que la llamo amiga. Es más: hay una categoría diferente que no entra en el término amigo y que dista del frío conocido. Leía el otro día a alguien que usaba un «nos leemos». No se me ha ocurrido nada mejor. Hay gente con la que no he tenido nunca un trato estrecho, pero con la que llevo tanto compartiendo espacio que me fío de lo que cuenta, recomienda o censura.

En Twitter eliges a quién seguir y a quién dejar de hacerlo, puedes silenciar al pesado, bloquear al faltón o llevar a un aparte mediante los mensajes directos. Por no hablar de su propio argot que va desde el lejano «istoria triste rt si yoraste» hasta el «basado» o el «literalmente»; daría para otro artículo. Lo dejamos ahora aquí, agradecida por estrenarme en La Iberia, un proyecto ilusionante. Y sí: ha sido gracias a esta nuestra querida red social. Visca!