Había una compañera de la carrera, Yaiza, que era especialmente guapa. En los primeros compases de la estancia facultativa la mayoría de los tíos babeaban por ella elevándola a los altares. Era una diosa, una Afrodita al alcance de muy pocos. Ensoñados, se quedaban embobados contemplándola. Después, cuando todos nos cansamos de las caras de todos, dejó de ser divinizada y se la percibía como una del montón bueno. A mí nunca me pareció tan despampanante. Ni en la novedad, ni en la monotonía. No me terminaba de encandilar. Cuando en aquella audición infantil que maquinábamos los todavía adolescentes universitarios con las hormonas revolucionadas, al preguntarme por esa mujer siempre respondía con un «sin más». No es que no la viese distinta a los demás, pero sí que la analizaba con mayor profundidad. Evidenciaba su luz exterior otorgada por la genética, pero me costaba palpar esa brillantez en sus adentros.

Será que soy «sapiosexual», o eso me dijo mi compañera Susana cuando le conté mi renuncia a rendir pleitesía a la guapura de Yaiza. Siempre me ha llamado más la atención el ingenio que las curvas. Me pone más una conversación interesante en la que dos cerebros conectan que unos buenos pechos. De hecho, en mi clase había otra chica que mientras el resto estaban postrados ante sus buenas dotes, a mí me resultaba anodina. Quizá mi cerebro emocional está más desarrollado de lo normal. Mi mente tiene la capacidad de nublar la belleza de mis ojos en las personas que no me despiertan simpatías espirituales. Más que oscurecerla, alumbra con mayor intensidad la parte intrínseca, el alma. Como si mi parte cognitiva me utilizara como un mero intermediario, busca juntarse con un cerebro inquieto.

Veo la cantidad de personas que se obsesionan con el físico como si fuera lo más importante y me inunda la nostalgia. Pienso en mi madre, una de las mujeres más guapas que ha habido nunca. No lo digo por ser quien es, sino porque era así. Tengo nulos recuerdos en su máximo esplendor. Algunos instantes en el sillón jugando conmigo mientras me llamaba «gatito», los cuentos que me contaba antes de dormir… El resto forma parte de los anhelos perdidos, de esa memoria borrada. Ojalá poder viajar al limbo de las historias que se nos olvidaron. La última vez que vi a mi madre antes de que el corazón se le separara del cuerpo ya no era ella. Ni mentalmente, ni físicamente. Me recordó Google el otro día unas fotos que le hice unos meses antes de su partida a la casa del Padre y se me puso la piel de gallina. No quedaba nada de aquella musa a la que conmemoro en fotos como la que tengo puesta en el despacho. Me veo en ella. Tengo su nariz, sus ojos y su boca. Reflexiono en como hubiera sido si la vida me hubiese dejado disfrutarla a ella y no a una sombra de su ser. Lo cierto es que no sería como soy ahora y no tendría esta visión existencial.

La belleza de mi madre y la dureza del paso del tiempo me han ayudado a construir un ruego maduro de lo que quiero en la vida, más bien lo que queremos todos: tener a alguien que nos cierre los ojos en el sueño eterno. Las circunstancias me han ayudado a verlo antes que nadie. Incluso mi amigo Álvaro, que fardó el otro día en una comida de querer pasarse la vida de fiesta en fiesta y en islas paradisiacas conociendo mujeres, lo desea, lo que pasa que todavía no lo sabe. Envejecer con alguien que le complemente. «No dejan huella en el alma las buenas costumbres, sino los buenos amores», señaló San Agustín.

Los seres humanos estamos llamados a la plenitud. Todo lo que no es perfecto termina por cansarnos. En psicología se define como placer decreciente. Por muy intenso que sea un estímulo va a llegar un punto en el que nos vamos a acostumbrar a él y necesitaremos otro más grande para sentir lo mismo que la primera vez. Ése es el motivo por el que la industria pornográfica seduce al consumidor con porno blando gratuito para después hacerle pasar por caja cuando busca nuevas fantasías. Nos conformamos con lo finito cuando hemos sido creados para alcanzar la infinidad. Cuidamos nuestro cuerpo mientras se muere el alma.

«Coged las rosas mientras podáis», dijo Robert Herrick. Un alegato al paso del tiempo, la evidencia de que la gravedad temporal hace que los pechos se caigan, florezcan las arrugas y los genitales dejen de funcionar. Tan sólo lo espiritual prevalece. Cuando vemos a una anciana y nos admiramos por su luz estamos observando su alma reflejada en los ojos. A la muerte se la vence dejando huella, con notoriedad, calando en las almas y en los corazones. Tarde o temprano a todos nos termina abandonando la juventud. Cuando Dostoievski reconocía que la belleza salvaría el mundo no se refería a la corpórea, sino a la interior. La única forma de vencer a la muerte es dejar huella en los corazones y en las almas. Dentro de unos años habrá un montón de viejos trastornados, arrepentidos de haber pasado por una vida estéril, sin poso. Cuida de tu alma porque va a ser lo único que de verdad tengas, esos atributos posmodernos y materialistas son polvo y en polvo se convertirán.