Llevo rigurosa cuenta de dos cosas en mi vida, la primera está inexorablemente cerrada, la segunda abierta de par en par. Las cosas contabilizadas son, por un lado, los besos que me ha dado, eso sí, debiendo quedar el total en número par, porque soy un poco quisquilloso. La otra, las veces que he visto Página en blanco, de Stanley Donen.
A veces, hablar de las cosas que a uno más le gustan es un poco arriesgado, se corre el riesgo, innecesario, de que llegue alguien a quien aquello le guste más que a ti, de que se lo apropien, en fin, de que te lo roben un poco. Caray, sólo con pensarlo me pongo hasta nervioso. No sé si a ustedes les pasa, pero yo quiero ser egoísta con estas cosas, quedármelas solo para mí, tenerlas todas en un armario del que sólo yo tenga la llave e ir los domingos por la tarde, esos que son grises, aunque diluvie sol, sacarlas y, como un villano que acaricia su gato persa blanco, mimarme con ellas. Quiero y no puedo.
Así que, aquí estoy, de nuevo, hablando de las cosas que más me gustan. Pero es que, cómo podría pretender reservarme para mí a uno de los que hicieron del cine esa vida de repuesto. ¿Saben esa sensación que uno tiene de cuando en cuando? Esa que te invade cuando vas paseando y recibes el mensaje confirmatorio de que cenas con ella esa noche, o que ese fin de semana lo tiene libre y podéis ir a pasarlo por ahí. Esa apetencia de ponerse a bailar en medio de la calle, de que todos a tu alrededor se transformen en coristas e improvisar una canción optimista con la voz, maravillosa, de Bing Crosby y el zapateo, también maravilloso, de Fred Astaire. Pues eso es Stanley Donen. Y un poco Leo McCarey, si me lo permiten. La alegría de vivir. La alegría de filmar. Pero volviendo a la realidad, tú ni cantas ni bailas, aunque sacas toda esa ilusión con un pequeño traspiés, un imperceptible salto al dar un paso con el pie derecho cuando debía darlo el izquierdo. O silbas, la entera felicidad en un gesto tan pequeño, aunque llueva.
Y ahora meto aquí unos cuantos momentos, porque he de hablar de cine que, si no, me riñen y, además, les tengo dicho que mi mirada está llena de escenas —qué patología esta—, así que allá van. ¿Recuerdan a unos tipos con camisas de colores y nombres bíblicos cantando alegremente mientras construyen un granero y se pelean? Stanley Donen. ¿Recuerdan la pantalla partida y a Cary Grant, pijama y sábanas rosas, a la izquierda, en llamada telefónica con Ingrid Bergman, pijama y sábanas blancas, a la derecha? Stanley Donen. ¿Recuerdan a Audrey Hepburn, «¿cómo te afeitas aquí?», con la muerte en los talones y estrellándole en el pecho a, nuevamente, Cary Grant un helado de vainilla y chocolate? Stanley Donen. De dos bolas, encima. ¿Recuerdan mejor coreografía que la que mantienen al teléfono Robert Mitchum y, sí, Cary Grant, bajo una danza magistral de Deborah Kerr y Jean Simmons? Stanley Donen. ¿Recuerdan un juego más divertido que el pasarse una naranja de unos a otros sin usar las manos en una fiesta en París? Naranjas. Stanley Donen. ¿Recuerdan la suerte de Gregory Peck cuando se esconde en una ducha en la que Sophia Loren se daba un agua? Stanley Donen. ¿Recuerdan ducharse vestidos porque el fabricante así lo recomienda? Stanley Donen. «Think Pink», que dicen. «Think Orange», que digo yo. Porque rosa rosa, sólo está Blake Edwards, que pintó de ese color una pantera y un submarino. Stanley Donen es más bien naranja. Y en Technicolor.
En fin, que Stanley Donen, Stanley Donen y Stanley Donen, porque no es sólo que fuese un hombre lleno de alegría y de buen gusto, sino que, además, lo filmó. Voy a volver a ver Página en blanco que se me hace tarde. Cuarenta y dos.