Todo cambio o revolución necesita de una fuerza viva, convencida, firme, alegre y combativa. Gente que crea en algo, que sea acusada de radical —como si de algo malo se tratara— y que huya de lo tibio. Que personifique todo aquello que encarna la palabra juventud. Empero, el término «juventud» se ha corrompido y hoy, lejos de reflejar ilusión y virtud, representa a una generación desencantada y apática.

Escribo mi primer artículo en La Iberia sobre esta juventud, alejada de una perspectiva desesperanzada, sin dar por perdida a toda una generación. El propósito es reivindicar la urgencia de despertar del letargo en el que estamos sumidos, abanderando el cambio con alegría militante.

Como joven, me pregunto a menudo si esta situación es culpa nuestra y creo que, sin eximir mi responsabilidad, también es justo reconocer que la generación precedente nos ha dejado un terreno seco, aunque no estéril, para labrar.

Juventud, otrora breve, entre la infancia y la edad adulta, ahora alargada por los dos extremos, acortando la inocente infancia y aplazando, y hasta quizás incluso desbancando, la madurez.

Una infancia que, desde ya en las escuelas, es influenciada por teorías de género, y con una ventana al lado más oscuro a través de nuestras tablets, teléfonos, e incluso libros actuales. Un influjo cultural que ya no lleva a los niños a esperar con ilusión la venida de los Reyes Magos, sino a preguntar por la carroza queer del desfile o si no hay también Reinas Magas.

Mientras que, por el lado de la madurez, parece que ha sido desbancado por frases baratas estilo Mr. Wonderful. Un entendimiento desfigurado del Carpe Diem como remplazo del «Sexo, Drogas y Rock ‘n’ Roll» de hace unas décadas. Hoy, el plan es, ahorrar para irse de viaje a la India o a Tailandia y encontrarse a una misma mientras llamas a tu madre por primera vez en la semana sólo para pedir que te cuide el gato.

Antes, la juventud, para hacerse valer, tenía que imitar las maneras de los adultos. Ahora, son muchos los adultos que, rozando a menudo el ridículo, frecuentan discotecas llenas de veinteañeros, posponen el formar una familia rehuyendo de cualquier cosa que «ate» mínimamente. Todo en busca de una felicidad por suscripción mensual sin espacios publicitarios.

Lo característico de los jóvenes de hoy es el desplome de los ideales, la desilusión y, consecuentemente, en mayor o menor medida, el escepticismo. La retórica de la grandeza, de la gloria, del fin último, no conmueve ya a los jóvenes. Esto me entristece porque, aunque a menudo el idealismo sea víctima de burlas de los mayores, es lo único capaz de hacer frente al conformismo resignado que parece invadir a todo el mundo a medida que va cumpliendo años.

La juventud, dicen algunos, es la llama vital del hombre. A mi parecer, es el momento de avivarla más que nunca.