El otro día me paseaba por las redes sociales de una de las librerías en la que suelo comprar los libros que después acrecientan el montón de los pendientes por leer. Porque, seguro que lo comprenden, en esto del leer, como del comer, soy lector con la mirada, más un lector utópico que realista. Porque la realidad es que —y me confieso yo por todos nosotros— me compro libros por encima de mis posibilidades temporales. La cosa es que estaba yo paseándome por el dichoso perfil, en busca de alguna sugerencia literaria que adelantase por la derecha a los libros que ya tengo en espera de compra, cuando me encontré con una publicación que decía así: «Utiliza aquí tu bono cultural joven».

Y aquella publicación lo decía así, de esa manera tan directa, publicitaria, sin miramientos, con ese imperativo paternalista que le trata a uno de tonto y, para más inri, con ese tuteo casi ofensivo. Como si esto de la cultura fuese algo que pudiese fomentarse de esa manera comercial y artificiosa, oye. A mí aquello me ofendió soezmente, quizá en mi piel fina, en mi creencia de que eso de la cultura se tiene que vivir y disfrutar, pero no consumir. Claro que, ya les advierto, mi pensamiento no ha pasado por ningún máster de esos que forma a los gestores culturales del mañana, ni viene avalado por un doctorado en estudios sociológicos en la universidad de turno, nada de eso. Esto lo dice alguien que sólo cuenta con unos pocos años de lector, de aficionado al cine y de yonqui de Spotify, a quien le queda todo por leer, ver y escuchar y que tuvo por gestora cultural a su madre cuando niño que le metió en Roald Dahl, El pequeño vampiro, las historias de piratas, las de Asterix o Tintín y las de Disney donde ahora, supuestamente, uno puede verse influido por no se qué clase de estereotipos. Esto lo dice alguien cuyos gestores culturales son, ahora, sus amigos, una conversación mientras se toma algo y, subsidiariamente, esa idea comprobada de que libro llama a libro.

La cosa es que aquella incitación al consumo, «utiliza aquí tu bono cultural joven», me pareció tan ruin que terminé metido en las páginas oficiales para enterarme, de una vez por todas, de qué era eso del bono cultural joven. La conclusión a la que llegué, ya digo que probablemente errónea por mi falta de aval de pensamiento, es que: uno, no todo es cultura; y dos, ya no soy joven. Me temo que, además, tal y como dijo Jaime Gil de Biedma y cantó Loquillo, no volveré a serlo. Y es que resulta que, en primer lugar, para que un producto sea culturalmente subvencionable, quien lo venda tiene que adherirse a no ser qué convenio de empresa o entidad cultural. ¿Entidad cultural? Yo eso lo hablé con el gitanillo que domingo tras domingo desde hace ya no pocos años, viene poblando desde su puesto en El Rastro mi librería de descatalogados y viejas colecciones. «Oye, Rubio, tienes que firmar el convenio ese con la administración», le dije. Pero claro, teniendo en cuenta que lo último que le llevé fue una vieja colección de tintines, que el joven belga fue sometido a la ordalía cultural que declaró su culpabilidad de no aceptable y que de allí el Estado no saca tajada, aquello no creo que sea subvencionable, claro. Pero como resulta que, como les decía, con veintisiete años para veintiocho ya soy joven, excediendo en diez lo que las bases dicen, esto no tiene que preocuparme mucho la cuestión. Por otra parte, reconozco que no me vendrían mal esos dólares. No te empeñes, Iñako, que tu cultura no es subvencionable. Vaya por Dios.

En fin, que mejor, porque tengo pensado seguir comprándole a mi fiel José, el Rubio, viejos libros a un euro —y sin IVA cultural reducido— que nunca leeré, viejas películas de actores cuya imagen perpetúa no se qué masculinidad tóxica y ciertos roles, y tebeos de periodistas que apologizan el colonialismo y la opresión. Pero es que, a mí, como una vez le soltó Luis Alberto de Cuenca a Umbral, me interesa más la cultura que la política y pienso, firmemente, que el gusto por ella tiene que salir de dentro de uno, como pasa con las mejores cosas de la vida. En tanto, dieciochoañeros, utilicen por ahí su bono cultural joven, que los demás seguiremos financiándoles los videojuegos. Así nos va.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.