Arrancó el mes de junio, y con él todo el movimiento del orgullo LGTBI. Prácticamente, no existe una sola empresa que no se apegue a la propaganda oficial. Los medios de comunicación repiten hasta el cansancio el relato de la «tolerancia» e «inclusión». Pero hay un detalle que los panegiristas del movimiento arcoíris olvidan: no todos los homosexuales se sienten representados por este colectivo. Veamos los porqués.

Primero lo primero, resulta paradójico que la comunidad homosexual haya pasado de sufrir persecución a ser usada como banderín revolucionario de la izquierda posmoderna.

Y es que esta nueva izquierda, ante la crisis del discurso de la lucha de clases, no le quedo otra que construir nuevos sujetos revolucionarios. Aunque el nombre correcto debería ser esclavos. Pues quienes caen en la red de estos ideólogos deben renunciar por completo al pensamiento crítico, una de las expresiones más hermosas de libertad. La lógica totalitaria del movimiento es tan aplastante que asume que un homosexual tiene la obligación de ser proaborto y anticristiano. De no cumplir con esas condiciones pasa, inmediatamente, a ser el enemigo.

Por ejemplo, en 2017, Milo Yiannopoulos (un homosexual de derechas y provida) sufrió el escrache de activistas LGTBI en varias universidades de los Estados Unidos. Además, los mismos grupos festejaron cuando Facebook, Twitter y YouTube le cancelaron sus cuentas.

Asimismo, Domenico Dolce y Stefano Gabbana ―una de las parejas homosexuales más famosas del mundo― fueron duramente criticados por oponerse a la redefinición del matrimonio y la adopción homosexual ―incluso Elton John los llamo «homosexuales homofóbicos» y «fascistas», epíteto que la izquierda usa con la mayor soltura. Al respecto Gabbana declaró: «Soy gay, no puedo tener un hijo. Creo que no se puede tener todo en la vida. Es también bello privarse de algo. La vida tiene un recorrido natural, hay cosas que no se deben modificar. Una de ellas es la familia».

Cayetana Álvarez de Toledo, periodista y diputada española, explica que el colectivo LGTB no es más que una de las muchas manifestaciones de la Política Identitaria. El peligro de esta forma de pensar no se encuentra en su inconsistencia teórica, sino que la idolatría a la identidad está minando el principio de isonomía (misma ley para todos). Por añadidura está creando grupos que gozan de privilegios y otros de excluidos, por lo general, hombres blancos heterosexuales.

Los impulsores de la identidad, a nombre de luchar contra la discriminación, crearon la peor de las discriminaciones: el trato desigual ante la ley. En pos de acabar con la intolerancia nos obligaron a tolerar la mentira, los errores y las falsedades.

Las consecuencias de tan maquiavélica política, hasta el momento, han sido: la penalización de la libertad de expresión y de prensa para quienes se oponen a la Ideología de Género, el pago de programas públicos que incitan el uso del mal llamado lenguaje, el cambio de género legal (en el documento de identidad o cédula de ciudadanía) de todos aquellos a los que les conviene por cuestiones patrimoniales, el financiamiento con dineros públicos de una o varias intervenciones quirúrgicas a las que se quiere someter una persona que se autopercibe como alguien del género opuesto. Sin mencionar además que, ahora, los lobbies pedófilos también se quieren alinear al movimiento LGTBI.

La política identitaria es el virus del separatismo que introdujo la nueva izquierda para, mediante el enfrentamiento constante, bombardear nuestra civilización. Es el nuevo ídolo al que debemos arrodillarnos para ser considerados «buenas personas», y no arder bajo el fuego inquisidor de los justicieros sociales. No es libertad, es tiranía.