Nunca antes habíamos sufrido de opinólogos y analistas tan limitados. Empieza a ser cansino escapar del chabolo mental en el que pretenden meternos a golpe de lugar común, brindis al sol, amalgama o, directamente, ignorancia. Pobre del que pretenda entender el mundo de hoy con la ayuda de aquéllos que omiten verdades incómodas o de los que, encerrados en la infalibilidad democrática, no salen del eslogan más o menos trabajado.
Lo de Ucrania no es anuncio de nada, como tampoco lo fue el Brexit, la victoria de Donald Trump o, qué sé yo, la publicación de El suicidio francés. En todo caso, un poco de lo último fueron pequeños tropiezos para el liberal-libertarismo y nuestros señoritos. Algo que muchos disfrutamos con delectación a pesar de no compartir los mismos valores de aquéllos que hicieron realidad tales acontecimientos. Eso sí, intuíamos que el puñetazo en la mesa no resonaría eternamente y, sobre todo, que se tomarían las medidas oportunas con el objeto de boicotear o estigmatizar cualquier tendencia soberanista que pretendiera esquivar ese mundo ecosostenible, diverso, unipolar, feliz y pobre de solemnidad que nos tienen preparado.
Hoy, para mucho opinólogo corriente, despreciar las agendas del poder y abjurar de las sociedades abiertas (normalmente acompañadas de toda esa colección de cortapisas y wokismo que tanto gusta imponer a nuestros representantes) es síntoma de «nacional-populismo». Algo que, según dos o tres oráculos de la moderación, ya está superado gracias al «declive» putiniano, al trumpiano y a la renuncia de Boris Johnson. Tiene gracia. A mí me habían contado que las cuestiones complejas no podían despacharse con análisis chapuceros, pero igual ese principio no opera para los que han hecho todo un arte de la ley del embudo o venden consejos que para ellos jamás tienen.
La guerra de Ucrania, continuación del pulso sirio que intenta seguir dirimiendo quién será el futuro capo del mundo, ha sido el acontecimiento, junto con el virus, que se desea fundador de una nueva realidad global. Por medio de la doctrina del shock, las cabezas más representativas de ciertas instituciones supranacionales y cenáculos de ringorrango nos van dirigiendo hacia un cambio de paradigma cuya inevitable brutalidad provocará la reactivación, todavía más virulenta, de un sentimiento que no ha desaparecido en absoluto ni está exclusivamente representado por un puñado de partidos o políticos. No entender que Ucrania es una parte minúscula del tablero donde nos jugamos las libertades más elementales es de una ceguera preocupante. A término, esto va de calentarse, llenar la nevera y el depósito de combustible, no de microtendencias políticas o florituras demodoctrinarias. El Debate del Estado de la Nación es una junta de vecinos de la urba frente a la auténtica realidad política, que no es la que se dirime en un parlamento como el español.
Por otro parte, es difícil creer la lectura que se hace de ciertos acontecimientos si estos están completamente descontextualizados. Lo importante no es que, dentro del pequeño universo de una redacción, un partido político o un aula, Trump o Putin sean considerados unos cabestros despreciables. Lo importante es la percepción que de ellos tienen quienes les apoyan. En este sentido, a pesar de lo que nos cuentan los medios occidentales, Putin sigue estando bien valorado en Rusia y es muy posible que salga victorioso del Donbás. ¿A alguien le extraña? Supongo que sólo al lector de la prensa generalista. Sin embargo, estamos ante un proceso largo. Habrá más guerras cuando ya hayamos olvidado Ucrania. Otros teatros de operaciones donde se seguirán enfrentando las potencias del momento, aunque sólo sea por procuración. Y, por supuesto, se seguirán tejiendo las alianzas necesarias para boicotear la economía enemiga. De momento, con el rublo no ha salido muy bien.
En cuanto a Trump y Johnson, es muy posible la vuelta política del primero y, respecto del segundo, jamás le consideré un peligroso populista. Se ve que alguno no ha debido caer sobre la caricatura de Klaus Schwab manejando la marioneta (rota) de Boris y exclamando: «Brring me anuzer one». Bromas aparte y en definitiva, sostener que esto de la tentación soberanista e iliberal ya no es un problema porque todos asumimos que Putin es malo, Johnson se ha retirado y Trump está desaparecido en combate, es algo verdaderamente original. O el síntoma de una incomprensión absoluta de la realidad. Sin embargo, hay gente a la que pagan razonablemente bien para que nos cuenten estas cosas. Veremos lo que nos depara el futuro, pero que nadie nos cante milongas: esto es una carrera de fondo, que durará años y cuyas metas son cambiantes.
Y es que la historia reciente demuestra que uno no debe fiarse de ciertas epifanías. No bastan una serie de hechos aislados que, a priori, pudieran darnos la razón para sacar conclusiones apresuradas. El campanazo de salida del «iliberalismo», nacido en 2014 y confirmado por periodistas de izquierda indefinida como Aymeric Caron, no impidió, tres años después, la victoria de Emmanuel Macron. De poco sirvió a Marine Le Pen ese supuesto cambio de rumbo sociológico. Durante la campaña electoral de 2017 fue diciendo por ahí que «todos los indicadores mostraban luz verde». Creyó que el Brexit y la victoria de Trump ayudarían a su causa, pero no contó con el cuarto poder y una sociedad infantil dispuesta a esconderse con tal de no asumir lo insostenible de la economía europea a corto y medio plazo. Hoy se confirma lo que no era más que un secreto a voces en la Francia de apenas hace cinco años.
En estos tiempos orwellianos, bien definidos por Brian Deese (asesor de Biden) como el «Liberal World Order», la novedad consiste en seguir apostando por la sumisión a la potencia que mejor exporta tal asunto: un imperio carcomido por el consumo de su propia mercancía, que desea seguir siendo la nueva Jerusalén descaradamente a nuestra costa. Por ello, hay que dar oxígeno al abuelo financiando su complejo militar-industrial, utilizando de espantajo a Putin y comprando, mucho más caro, su gas o lo que toque. ¿Recesión? Que cada cual saque sus propias conclusiones. De todas formas, ahí estarán, como un sólo hombre, nuestros opinólogos y analistas aplaudiendo aquelarres militares tan inútiles como horteras y justificando nuestra pobreza como si nadie fuera responsable de ella. Y si no, marearán la perdiz con el «comunismo», el «marxismo cultural» o cualquier otro astracán que entretenga a la derecha tragaldabas.
De vez en cuando, algún opinólogo que ha entendido la jugada, despierta y osa alzar la voz contra la UE y el declive hacia el que nos dirigen sus vasallajes. Enseguida es acallado por el burócrata europeo de turno. Lo hemos visto en esa cosa de las redes sociales. Sólo es cuestión de tiempo que la realidad, siempre tozuda, haga despertar a muchos otros. Por nuestro lado, tenemos un doble consuelo: sabemos que, por dura que sea, la película acabará bien y que nuestro reino no es de este mundo.