En los años cincuenta del siglo pasado, y a instancias de Ignacio Gómez Dávila, su hermano Nicolás publicó un primer libro. El propio autor se hizo cargo de la edición de la obra, que dedicó a sus amigos y que quedó extra commercium. El libro se tituló «Notas. Tomo I». No hubo jamás un Tomo II, y esas «Notas» luego se integraron en los conocidos «Escolios» del escritor colombiano.
Tanto «Notas» como «Escolios» son —quien lo probó lo sabe— una llamada a aguzar la inteligencia. Escribe, por ejemplo, el autor: «Debemos forzarnos a la lucidez, para evitar que las cosas resbalen sobre nosotros como sobre una piedra aceitada. Que ante todo espectáculo, enfrente a cualquier circunstancia, el espíritu se asome a sus propias ventanas, los ojos abiertos, dilatadas las narices». Se trata, pues, de estar despierto (nada que ver, por cierto, con la somnolencia woke), de no vivir como un autómata, de percibir «el sabor y el sentido de la vida inmediata», de escapar del «vano palacio de conceptos vulgares y de costumbres tontas». Gómez Dávila vio que el despiste y la inercia nos amodorran, y que por eso «toda la habilidad del mal está en transformarse en un dios doméstico y discreto, cuya presencia ya no inquieta». Y supo bien, porque había leído mucho y con lentitud, que «las ideas son tontas son inmortales. Cada generación las inventa nuevamente».
Andaba yo entre «Notas» y «Escolios», y dejé que mi mente vagara un poco. Pensé en una de las muchas cuestiones sobre las que no tengo aún una opinión fundada: la tan traída y llevada «batalla cultural». Por un lado, la idea me convence si sirve para animar el cotarro y que los más tímidos y centrados (léase pusilánimes) por fin se atrevan a decir algo, que ya les vale. Pero, por otro lado, la terminología bélica no me entusiasma porque produce, inevitablemente, el efecto perverso de que cada uno cave su trinchera, siente en ella sus reales y desde allí bombardee a diestra y a siniestra. A veces se habla de «batalla cultural» y el adjetivo es una falso aderezo. Lo sustantivo es dar un buen zasca, dejar al enemigo desarmado, aunque se utilice una estrategia de tierra quemada. Eso es: después de muchas discusiones no hay más que tierra baldía (pero sin el simbolismo de TS Eliot).
Ese quizá sea un argumento promisorio: cuando la inteligencia es bélica, hace más difícil la rectificación futura de los errores. No me refiero a la veleidad de quien hoy piensa una cosa y mañana pensará lo contrario porque sí, por falta de criterio o fijeza de ánimo. Lo que quiero decir es que la lucidez exige un pensamiento provisional, humilde, en absoluto campanudo. Si exterminas (dialécticamente) al oponente, jamás podrá rectificar su posición, aun cuando descubra su error.
Volví mis ojos al libro y encontré allí la solución a tanta discusión enquistada. En «Notas», escribió Gómez Dávila: «Como los dientes de leche, existe las ideas de leche. ¿A qué edad comenzamos a cambiarlas?». Ya va siendo hora.