Hay algo en un hombre hablando de su experiencia de Dios, de oración, o de amor, cuando lo hace con profundidad, con ternura y sin afectación, que me conmueve. Me ha pasado siempre, como si vislumbrara una delicadeza específica que sólo pueden ellos, les pertenece. Las Confesiones, de San Agustín, por ejemplo, conforman un texto de gran belleza y dulzura, de esa dulzura de la que sólo es capaz un hombre cuando habla del amor profundo con humilde sinceridad. De algún modo, está ahí.

Hace unos días, me encontré en Twitter con un vídeo extraído de una conversación entre el Obispo Robert Barron y el actor Shia Labeouf, l’enfant terrible de hace unos años de Hollywood. Pasado el tiempo, seguía siendo tan terrible como para haber perdido todo asidero en su carrera profesional y personal, pero no tan enfant. Instintivamente, prescindí de leer acerca de la polémica que fuera que hubiera suscitado, siempre hay alguna en twitter católico, y busqué la entrevista en YouTube para escucharla tranquilamente a mi aire. Fue, realmente, un rato agradable el que pasé escuchando a un hombre hablando de Dios, de su recorrido vital, de su nueva fe, con sencillez, sin morbo, sin estridencias y con mucha más profundidad de lo que pudiera, a priori, parecer. La recomiendo vivamente.

No pretendo repetir aquí lo que él ya cuenta, ni traer las aportaciones del obispo, que también son para gustar, ya lo han hecho ellos. Pero sí quiero destacar una hebra que me ha parecido muy interesante. Podría señalar varias, como lo bien que muestra el lenguaje que Dios utiliza para llegar a él, ese traje a medida que nos cose a cada uno de nosotros y que, en el caso de Shia es la emoción que le permite, por un lado, anclar lo que con la razón entiende, y, al mismo tiempo, asomarse al misterio de Dios con reverencia y asombro. Es, precisamente, el misterio de lo sagrado lo que le permite anclar lo demás, porque es lo que lo llena.

Podría también haber escogido la hebra de la misa en latín de la que cuenta que le ha aportado más profundidad en su fe a pesar de haber vivido su conversión a través del Novus Ordo. Pero fue gracias al estudio de la misa en latín para preparar su interpretación del Padre Pío cómo se adentró en el rito tradicional y encuentra su lugar personal. Podría haber elegido, quizá, cómo se acerca a la oración, la redención, el abandono en Dios, la misión o el sufrimiento, cualquiera de ellas, pero me voy a quedar con esta: la masculinidad que encuentra en el Evangelio, la fortaleza y las cualidades del hombre que quiere ser.

Y es que cuenta que en su lectura del Evangelio según san Mateo conoce a San Juan Bautista y le sorprende por su masculinidad, le asombra, entre otras cosas, porque no se lo esperaba. De repente, hay un personaje que vive con esfuerzo, con intención, con sacrificio y eso le suena viril y masculino. Parece ser que esto ya no es sólo cosa de débiles y beatillas, que aquí hay desierto y batallas que dar.

Empieza a percibir a Cristo como un hombre firme y exigente. Bueno, por supuesto, pero no melifluo. Suave, pero no blando. Descubre lo que podríamos llamar la hombría de Dios, su carácter. Y eso le atrae, le interpela, porque le habla a él directamente. Labeouf quiere un referente fuerte, seguro, esa roca de la que tanto nos han hablado. Esa referencia masculina del hombre que él mismo quiere ser, que su mujer quiere que sea. Todos queremos eso en nuestra vida y, sin embargo, llevamos muchos años que nos resulta muy difícil de encontrar en la comunicación general de la Iglesia. Durante las últimas décadas, estas fortalezas de carácter de Dios se han ido apartando del retrato que se presenta de manera general. Todo es templado, como para pusilánimes. Se pregunta qué es ser un hombre. Descubre la mansedumbre como fortaleza en contraposición a la debilidad. Como hombre que es, instintivamente, ansía esa prueba de transición a la madurez que no ha tenido, que nuestra cultura ha perdido.

La maravilla de esta mirada nueva de Labeouf a algo tan antiguo y, en ocasiones tan manido, es la capacidad para expresar de manera natural y sin malicia percepciones más generalizadas de lo que se piensa pero que no se han sabido transmitir con tanta frescura y respeto. En estos años de condena al hombre por el mero hecho de serlo, en un momento en que se pretende diluir cualquier rastro de virilidad en la sociedad, en el hombre mismo, ¿qué Dios se le está presentando a tantas personas que buscan constantemente el reto de la trascendencia?

Leo a menudo a muchos jóvenes, no necesariamente creyentes, a quienes su intuición les ha llevado a profundizar en el cristianismo, en la concepción católica de Dios y del Hombre, como ser humano, pero, también, como hombres y mujeres. Y ahí van profundizando como pueden, reconociendo en ocasiones que sin fe todavía, pero con la intuición de que por ahí podría ser el camino. En cuanto se adentran en un texto que huye de la medianía, que ofrece compromiso, radicalidad e, importante, una hoja de ruta para el camino que presenta, descubren un mundo completamente nuevo, por distinto, al del mismo Evangelio del que les habían hablado.

Parece que se ha olvidado que a los hombres y a las mujeres se nos ha de hablar desde nuestra realidad tangible y de la Biblia, no sólo con palabras emotivas y pildoritas de moral templada diluidas en azúcar. La persona que busca lo quiere todo. Ni muchísimo menos estoy aquí trazando división entre hombres y mujeres para hablarnos a cada uno distinto y todo ese ruido que en cualquier momento podría dispararse, no, nada que ver. Descartar las fortalezas de carácter de los hombres que fueron, sería una gran perdida, no sólo para los hombres que hoy son, o quieren ser, sino también para las mujeres. Porque todos necesitamos de la aportación del otro, sólo así llegamos a la complementaridad de la que partimos. Cristo no deja de ser nuestro, de las mujeres, por ser él hombre, ni la Virgen deja de ser inspiración para todos los hombres por ser ella mujer. Es un privilegio que debemos recuperar, no esconder en lo privado, muchísimo menos estos años que estamos viviendo. Porque nos pertenece a todos, creyentes o no.

La conversación entre el actor y el obispo continúa larga y apacible. Shia maneja un lenguaje sencillo, asequible, sereno. Ésta es una de las mejores muestras de que lo que dice ya está posado, forma parte de él. Se encuentra cómodo. Como a todos los conversos, le aparecen creyentes antiguos que le ponen en duda, o encuentran pegas en sus expresiones o manera de entender, incluso, su propia experiencia personal. Esto pasa siempre, va en el paquete de la conversión. Le pasó a San Pablo, a San Agustín, a San Francisco de Asís, a Newman, y a tantos y tantos otros desconocidos. Desde el Hijo Pródigo, hasta el converso de mañana, todos han pasado, pasan y pasarán por los prejuicios de los demás. No importa. Porque ya está en casa y algún día se encontrarán por el pasillo. Y alguna que otra tarde se sentarán a charlar. Y conversos y hermanos mayores compartirán alegremente, por fin, el becerro cebado.