Decía Ortega y Gasset en una repetida y provocadora frase que «ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral…». Sinceramente no creo que pretendiera insultar a la mayoría de la ciudadanía que, en aquellos años, ahora en menor número sin duda, se encuadraban de manera sistemática en uno de los dos espectros enfrentados, a veces incluso a muerte, del arco ideológico. Mas bien quiero pensar que el filósofo madrileño destacaba que si uno se queda encerrado en una bonita caja con los pensamientos únicamente propios mantiene paralizado —de ahí lo de la hemiplejia— la mitad de su cuerpo y no puede ampliar su conocimiento de la realidad y por tanto de su vida.

Esto me viene a la mente no ya porque la izquierda y derecha, tal y como la interpretamos desde la Revolución Francesa, sean muy a menudo evidentes coartadas para mantener dividida a la población de forma natural y evitar que vislumbren otro enemigo que supera esa disyuntiva. Confrontación que en pleno siglo XXI va más en la línea de élites frente a pueblo o globalismo frente patriotismo en una sociedad diversa y dispersa, globalizada y de mercados abiertos.

Me viene a la cabeza todo esto porque tras las elecciones en las que los castellanos y leoneses votaron su Corte autonómica, los bienpensantes políticos, mediáticos y culturales de todo signo decidieron que superar las barreras de la izquierda y la derecha para que los dos grandes partidos frenen la presencia de un tercero, en este caso Vox, que representa la quintaesencia del mal, a través de un llamado «cordón sanitario».

Voy de una manera muy directa y supongo que polémica para algunos a explicar por qué creo que Vox puede llegar a entrar en el gobierno castellano y leonés con el PP —si el aparato genovés no se pega otro tiro en el pie— y por qué el PSOE no va a prestar sus votos para eso no suceda.

Para empezar, el PSOE no puede dar ese paso porque este es el partido de Pedro Sánchez, líder que construyó su imagen y labró su futuro al grito de «no es no». Es decir, jurando que jamás prestaría sus votos al PP para que gobernara y que por ello fue capaz de romper casi por la mitad un partido centenario en un escenario infinitamente menos polarizado que el actual y donde era la izquierda extrema de Podemos quien pujaba por rasgar —qué tiempos aquellos— las costuras del régimen constitucional del 78.

Y para continuar, el PSOE no lo va a hacer porque Pedro Sánchez es el principal responsable —y no lo digo ya desde el reproche sino desde el mero análisis— de que se rompieran los vetos a los partidos antisistema o de la periferia del mismo, pactando una moción de censura primero y una investidura y gobierno después con fuerzas políticas situadas en los extremos como Podemos, ERC o Bildu. En ese momento, el PSOE perdió toda la fuerza moral para seguir declarando, sin sonrojarse, tabú o catastrófico que la derecha pueda acordar e incluso gobernar con quienes se sitúan supuestamente en el extremo derecho del arco parlamentario. Si puede, por tanto, haber ministros o socios preferentes que abiertamente defienden la abolición de la propiedad privada, el derecho de autodeterminación y la secesión de una parte del territorio nacional, ¿por qué no va a haber consejeros autonómicos que defiendan justamente lo contrario o discrepen de legislaciones aprobadas en sede parlamentaria como la de memoria democrática o la de género? ¿Quién reparte carnet de demócrata y de qué se puede o no debatir? ¿Un diputado de EH Bildu es un interlocutor respetable y un señor que sea muy de derechas no? ¿Cómo hemos llegado a este dislate?

Sin olvidar que aquí hay para todos, que el Partido Popular cuando la única opción que buscó Sánchez para gobernar fueron los denominados «socialcomunistas» y «separatistas» no ofreció sus votos salvadores para evitarlo. Funcionó el cuanto peor mejor y, por tanto, eso también rige y va a regir ahora, porque así el PSOE —y el yolandismo postpodemita— podrá azuzar el espantajo antifascista para mantener activas las filas propias, al igual que el PP ha azuzado el miedo frentepopulista para intentar, con escaso y limitado éxito salvo en Madrid o Galicia, no perder votos de una parte de la derecha harta de su inmovilismo y corruptelas.

¿Por qué creo sinceramente que el PP debe aceptar a Vox como socio de gobierno? Primero porque no le queda otra dado su fracaso electoral en esos comicios, fruto de muchos errores pero también de una tendencia clara a no ser el receptor de los nuevos votantes de la no izquierda que acuñaron Pedro Herrero y Jorge San Miguel en su programa de radio y libro homónimo Extremo Centro y por tanto estar condenado a convivir con una realidad que le duele y que es que cientos de miles, en el caso castellano y leonés, o millones en toda España de votantes potenciales de la derecha no tengan ya preferencia por la papeleta del partido fundado por Manuel Fraga y refundado en 1989 por José María Aznar.

Tampoco hay que perder de vista el interés que debiera tener para los populares normalizar a Vox como otro partido más del arco parlamentario —como hiciera y hace el PSOE con Podemos y demás socios— y por tanto anclarlo en la derecha institucional como un partido menor al auxilio de sus mayores. Peligrosa apuesta porque lo mismo, si el PP no mejora su selección de dirigentes y mensajes, acaba sustituyéndolo en el papel de actor principal.

El papelón de Vox

No voy a negar que también pienso que Vox tiene un papelón, porque esa petición clara y concreta de entrar dentro de un gobierno como socio minoritario puede frenar cualquier opción de ser una fuerza alternativa a las sistémicas —como le ha pasado a Podemos—, y convertirse en otro apéndice de las políticas dictadas por las élites financieras y políticas, quedando para ellos el papel de polemizar sobre las cosas de no comer y, por tanto, a ser sólo una especie de guardia de la porra cultural del PP en la confrontación contra la izquierda woke o progre.

Es por eso por lo que lo natural para el PP y el PSOE es no pactar y que el PP gobierne, entre aspavientos socialistas, con Vox como antes dejaron que se hiciera con Podemos, Bildu etc., manteniendo a los españoles durante más tiempo en la hemiplejia política del bloquismo y enfrentados mientras Ana Botín aplaude la reforma laboral de CEOE y los sindicatos de clase. Nos ponemos al servicio de las empresas armamentísticas avaladas por el pacifista Biden o seguimos al pie de la letra los dictados de la Comisión Europea y sus agendas, ajenas al interés de las clases populares mayoritarias de nuestro país. Y esperar que escampe y domesticar algunos impulsos rupturistas y transversales que puedan surgir en torno a Vox como ya hicieron antes con los de Podemos, reforzando el papel de defensores del «¡viva el orden y la ley!» al que aspira una parte de Vox mientras la izquierda patinete y la derecha Deloitte suspiran aliviados porque todo este galimatías que he intentado razonar les permite mantener una gran coalición de facto. La que les garantiza sus privilegios y su supervivencia como élites del sistema.

La gran duda pendiente es si Vox será capaz de hacer una lectura inteligente a medio o largo plazo y jugar sus cartas, desde dentro o fuera de los gobiernos, para crecer como una gran fuerza transversal que haga más caso a Ortega y Gasset que a Ortega Smith y rompa o al menos equilibre la influencia de esa derecha madrileña de toda la vida que como dice Quintana Paz piensa erróneamente que el mundo sigue igual que en los años noventa. En una entrevista en Voz Populi el filósofo vallisoletano especificaba aún más: «Me refiero a esa gente que se queja de su falta de libertad desde un dúplex del barrio de Salamanca con un Miró en el salón… Los escucho hablar y pienso que no, que ahora mismo en España hay conflictos más cruciales que bajarles a ellos los impuestos».

Eso es lo que se está jugando Vox, no sólo carteras en un acuerdo de gobierno. Demostrar que es una fuerza que puede cambiar la realidad del país o morir en el intento, porque a las fuerzas emergentes, y tenemos ejemplos recientes, no se les suele dar segundas oportunidades. Y si PSOE o PP se juegan las habichuelas aún menos.