Al leer Feria, de Ana Iris Simón —no se pierdan la entrevista de Julio Llorente—, todos nos sentimos identificados con alguno de esos relatos, en mayor o menor medida. La mayoría hemos tenido abuelos, que nos han criado y cuidado cuando nuestros padres no podían. Sabemos lo que es pasar tiempos felices en familia, además de encontrar en el hogar con los nuestros un refugio en el que aislarse de la dureza existencial.
Sin embargo, otros, al leer Feria seguramente no tengan esa nostalgia interior al pasar las páginas. Más que sentir añoranza por una vida pasada que fue mejor, quizá reflexionen sobre el porvenir de su vida si hubieran disfrutado del tiempo con los abuelos, con los hermanos de haberlos tenido o saborearán de un modo agridulce el espejismo de encontrar en la familia un fortín en el que cuidarse de los peligros.
Hablo de los niños que no han tenido padres o que los han tenido ausentes. Me refiero a esos críos que han soportado los sufrimientos domésticos, sintiendo como sus padres se faltaban al respeto o se hacían daño. Los huérfanos, aquellos que han ido de casa en acogida a otra sin saber si algún día tendrían unas cuatro paredes a las que llamar hogar. Porque a veces tendemos a asumir que toda casa es un hogar y que todo hogar tiene forma de casa. Existen incomprendidos que encuentran en un paraje natural el hogar que no tienen en la protección de su lecho o en un grupo de amigos esa comprensión que les falta en su familia. Por eso muchos han salido trastornados de la trinchera infinita de la vivienda tras el confinamiento. ¿Se imaginan lo que tiene que ser para un niño que ve en su casa una cárcel pasar dos meses? A diferencia de Ana Iris, ciertas personas huyen del aparente calor de su familia para no quemarse. Más que un ambiente cálido, es una temperatura infernal, de sufrimiento e incomprensión.
No todos han tenido un abuelo Vicente del que presumir, por no decir que no han tenido ni la anciana figura de la que aprender. Bien por olvido o bien por muerte, algunos no saben lo que es ir al campo con los abuelos. Leerán a Ana Iris —debo decir que yo soy uno de ellos— con el pellizco del que le hubiera gustado pasar tiempo con los padres de sus padres, pero el capricho del tiempo y de la muerte le han privado de ello. Son así las páginas de Feria, un testimonio de lo que se siente al tener vivencias con los mayores y de las enseñanzas y el bagaje que dan esos años vividos con su testimonio. Cuántas veces he pensado lo que me hubiera gustado que mi abuelo Pepe me contara sus andanzas en la estepa rusa enrolado en la División Azul… Ojalá me las cuente algún día allí arriba.
Son muchos los que no han tenido la suerte de estar en una Feria. Unos, que verán el testimonio de Ana Iris con admiración y con la fantasía de ojalá haber vivido esos tiempos felices. Ojalá hubieran tenido esa experiencia para valorar más la familia y no huir de ella. Pues es precisamente ese círculo, el del hogar, el que aísla de todo mal.