El drama generacional de la escasez de vivienda disponible no es un fenómeno únicamente español, siquiera europeo, sino de todo Occidente. En los Estados Unidos, por ejemplo, la edad media de compra de la primera casa ha pasado de los 30 a los 38 años en menos de dos décadas.
El cambio histórico no es la consecuencia de que los jóvenes —¿se es joven a los 30?— paguen suscripciones o viajen en aerolíneas de bajo coste un par de veces al año. Se trata de una estrategia globalista que, sin la posibilidad de generar arraigo, sin algo por lo que luchar, hace de los inquilinos sin familia personas más dependientes y vulnerables, menos adultos.
Un plan articulado a través de la inflación provocada por los bancos centrales, la fiscalidad confiscatoria combinada con infinitas trabas burocráticas, y la importación masiva de mano de obra dispuesta a aceptar salarios imposibles para los locales.
En unas décadas, España, como el resto de Occidente, será un país de propietarios que pudieron heredar —y hacer frente a los impuestos correspondientes— y de inquilinos sin herencia, en una situación cercana a una esclavitud desarraigada, con ratos de Netflix y Ryanair. Todo, en nombre de la igualdad.