Hacernos como niños

¿Cómo nos hacemos como niños en un mundo en el que guerras, apagones, tragedias, ansiedades y suicidios rebosan las portadas de diarios?

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Este dos mil veinticinco, que avanza ya a marchas forzadas para hacerse verano, otoño, e invierno y perderse en el nuevo dos mil veintiséis, un servidor ha cambiado de decena y se ha metido ya en los peligrosos veintidiez, que diría Sabina, en esos treinta de los que dicen hay riesgo de crisis, de hacer crac o de no sé qué cosas inventadas por la psicología moderna o tan reales como la vida misma. Siéndoles completamente sincero, como siempre les he sido en esto mío de Desde la trinchera tengo que confesarles, en petit comité, que no lo sé. La verdad es que no sé si me hago viejo o me vuelvo torpe, pero hace unos tres años aproximadamente me estrenaba como tito Iñako y ahora, durante este mayo, previsiblemente y gracias a mi hermana y cuñado, me reestrenaré, Deo volente.

La cosa es que de un tiempo a esta parte, probablemente desde que caí en la cuenta de que un reloj, incluso parado porque ha agotado la reserva de marcha, no deja de avanzar y dar bien dos veces al día la hora, no dejo de traerme al pensamiento, cada día, cada noche, casi en pleno duermevela, aquel pasaje de Mateo: En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?» Él llamó a un niño —quien, por cierto, hace no mucho descubrí que se dice era san Ignacio de Antioquia—, lo puso en medio y dijo: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. (Mt 18,1-4) Y entonces rebota en mi cabeza ese hacernos como niños. ¿Hacernos como niños? ¿Con treinta años y medio? ¿Con sesenta y tanto palos que tiene mi padre? ¿Cómo nos hacemos como niños en un mundo en el que guerras, malas personas, apagones, desastres, tragedias, ansiedades, depresiones, suicidios y tristezas rebosan las portadas de diarios y abren los telediarios con el dichoso cartelito de Última hora, ese Breaking News de las películas americanas?

Y entonces he encontrado dos remedios que les voy a confesar, no a modo de recomendación —ya saben que no me gusta recomendar—, sino como sugerencia para esos momentos en los que la insoportable gravedad de la vida adulta hace necesaria atrincherarse en la dulce levedad de la vida niña. El primer remedio exige la intervención de un tercero, un niño, que actúe de maestro y espejo de nuestro rostro ceñudo y preocupado. El segundo de los remedios es el regreso, y digo regreso porque si la adultez nos sobrepasa es, precisamente, por haber abandonado —aunque temporalmente— nuestros lugares felices, que son esos en los que mantenemos, precisamente, mirada de niño, del zagal que fuimos, del que vivía saltando entre veranos y Navidades.

Sin más ánimo de que esta columna sea un prólogo a mi vuelta a La Iberia —lo que comprenderán me pone ciertamente sentimental porque es volver al hogar— y evitando cualquier intención de artículo de autoayuda, les decía que el primer antídoto para la enfermedad adulta de creer todo trascendente es buscarse un compañero joven, no sabría ponerles edad, cualquiera que pueda ser llamado niño sirve. En mi caso esas enfermeras del alma rondan entre, aproximadamente, dos y cinco años. Y tienen algo tan revelador que hace que desmonta por completo tu visión de la realidad y te lleva al punto en el que nuestro Dios encarnado nos estaba poniendo que, pienso, nos es más que el de ser crédulo, confiado. Sin ánimo de presumir, yo, en la cocinita de mi sobrina, he tomado tantos cafés psicológicos que he tardado en conciliar el sueño esa noche; he probado excelentes hamburguesas de tigre de peluche horneadas a fuego lento y deshilachadas, con media docena de huevos, que serían la envidia de cualquier restaurante de Estrella Michelín e, incluso, he aprendido a que, si preguntas a la persona correcta, las magdalenas pueden ser tu fruta favorita. Y es que ellos —lo niños— no es que deban ser espejo en el que mirarnos, sino que deben ser el espejo en el que recordarnos.

La segunda de las pautas prescriptivas es la que en todos mis viejos artículos les venía advirtiendo, la salvación en el refugio feliz de nuestros lugares de infancia. Y es que puede que la sección de ensayo de nuestra librería de confianza no sea siempre la más adecuada, quizá infantil sea un paseo interesante para recordarnos que nuestro gusto por la planta de arriba, por los libros de mayores, por esa sección de la biblioteca de la que no podíamos sacar libros, comenzó, en efecto, en esta otra planta, mucho más colorida, pero no menos interesante. Pasa lo mismo con las películas, aunque de eso, sospecho, hablaremos mucho más en estas columnas durante los días venideros. ¿No se dan cuenta de que cuando uno quiere saltar del barco de la vida al pequeño batel que le permita ir a explorar una isla tranquila, sin aguas turbulentas, lo primero que hace es silbar una melodía infantil? Canto ahora aquello de los indios del País de Nunca Jamás: «¿Que por qué decir “au”? Es más fácil decir “au” que decir “¿cómo has estau?” Y por eso saludando así, decir muy fuerte “au”. Y así vuelvo a aquellos lugares.

Aprovecho para cerrar que se me haya venido el cuento de Peter Pan a la cabeza —aunque a ver ahora cómo me deshago de las dichosas cancioncillas—.  Siempre me ha gustado el personaje de George Darling, el descreído padre de Wendy, Juan y Miguel quien, enfadado tras el tropiezo con los juguetes, su pechera pintada como mapa del tesoro y la revelación de su esposa Mary de que su hija mayor decía haber estado la noche anterior con el niño de verde, Peter Pan, gritaba, irónico e hiriente: «¡Por Dios, Mary, llama a la policía! ¡Peter Pan no existe!». Pero George Darling, el descreído George Darling, abogado y acaudalado George Darling, el adulto George Darling, cuando vio creyó. George Darling vio, abrazado a su familia, un barco pirata sobrevolar el Londres victoriano. Y yo pienso en aquello que Jesús le dijo Tomás: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29) Por eso, como los hijos de los Darling, que creen en Pan y el capitán Garfio sólo leyendo e imaginando sus aventuras y luchas, así, como niños, tenemos que hacernos.

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