A pesar de estar a caballo entre una generación y otra, nunca consideré que formase parte de la conocida como generación de cristal. Por suerte, mis padres me enseñaron la importancia del esfuerzo y el sacrificio, motivo por el cual siempre estaré agradecida. Es más, ahora que lo pienso, me doy cuenta de lo infinitamente necesario que fue un «¡No!» dicho a tiempo. Es cierto que habrá otras enseñanzas dignas de elogio, pero considero que la transmisión de estos valores, sobre todo en la juventud, resulta crucial si lo que queremos es forjar individuos autónomos e independientes.
Sin embargo, basta con observar los mensajes que últimamente se están lanzando a las nuevas generaciones para darnos cuenta de que ha sucedido todo lo contrario: del «no te esmeres en estudiar porque pasarás de curso igualmente» al «toma, 400 euros para ir al cine». Como si de un mundo paralelo se tratase, quienes abogábamos por el trabajo duro nos hemos convertido en una suerte de carcas y quienes se jactaban de parasitar del resto, en unos adalides del progreso. De hecho, desde las propias instituciones bajo el paraguas del Estado del Malestar se pregona la idea que básicamente se podría resumir en: «No hagas nada por ti mismo porque te lo mereces, es tu derecho». Siendo esto así, poco a poco va sonando más extraño aquello de que si tu derecho te lo tiene que pagar otro, lo que tienes no es un derecho, sino un privilegio sobre la billetera de ese otro. ¿Qué clase de facha ha dicho eso? ¿Franco? ¿Aznar?
En cualquier caso, cada vez tengo más claro que forma parte del pasado aquello de buscar un trabajo de verano o de fin de semana con el que conseguir dinero para financiar nuestros caprichos, evitando así tener que pedírselos a papá y a mamá, a quienes tanto les cuesta ganarlo. Ni tan siquiera se me ocurre hablar de —¡mira, qué disparate!— aquel anacronismo de asumir que determinadas cosas no nos las podemos permitir si no ahorramos primero. Desde luego, ¡qué ocurrencias tan obsoletas! Ésta es la era de los derechos y ha venido para quedarse. Si no te gusta: aporta y aparta, facha.
Quizá mi neoliberalismo tampoco me permita ver que vivir sola en un pisito en Malasaña también es un derecho. Mi reducida amplitud de miras no es capaz de darse cuenta de que no es para nada cool eso de adaptarse a las posibilidades presupuestarias de cada uno y, en consecuencia, tener que vivir en las afueras y compartir piso con más personas. ¿Ah que tú lo has tenido que hacer? ¿En serio? Bah, cállate ya, facha, y págame el alquiler.
Todo esto sería gracioso si no fuese un reflejo de la realidad. «Es mi derecho» cada vez se promulga con más fuerza y vehemencia, pero si nos fijamos con atención, detrás de quién lo pronuncia no hay nada, salvo una vocecita cargada de fragilidad, miedo y nula tolerancia a la frustración, propias de una generación sobreprotegida.
No obstante, he de decir que hay lugar para la esperanza: tanto en las elecciones primarias en Argentina como en las recientes elecciones federales en Alemania se ha dejado entrever que la juventud simpatiza con las ideas de la libertad. En efecto, muchos jóvenes ya no se tragan la mentira del socialismo. Buena parte de ellos ya se han percatado de que las políticas como las que ha anunciado Pedro Sánchez estos días, lejos de procurar su emancipación y mejorar su bienestar a largo plazo, en realidad, lo único que logran es convertirlos en personas dependientes de las dádivas del gobierno. Se han dado cuenta de que si de verdad les importase su porvenir, se preocuparían por dejar de liderar el paro juvenil dentro de la Unión Europea y no porque vayan al cine con frecuencia. En definitiva, se han dado cuenta de que únicamente pretenden comprar su voto. Por eso, gracias, Pedro, pero queremos trabajar.