En el crepúsculo, ya sea que el día raye o decline, las golondrinas vienen a robar el agua de la piscina. Aparecen en patrullas de tres o cuatro, y van haciendo sucesivos vuelos rasantes sobre la superficie. Lo hacen con delicadeza y discreción, y parece que, más que hurtarla, el agua la toman prestada. En cada uno de sus descensos dan un trago, apenas nada, un buchito. Ahora, al verlas, apoyo en mis piernas el libro que estoy leyendo (La vida pequeña, de González Sainz) y me paro a ver sus evoluciones. Las contemplo. Disfruto de “la festiva asistencia a lo que hay ahí cada vez en un ahora”, como ha escrito… González Sainz. Acababa de leerlo, y la realidad —siempre pasmosa— me regala de inmediato la oportunidad de ponerlo por obra, en este aquí y en este ahora.

Estas golondrinas ya llevaban semanas asombrándome. Me admira la precisión y la gracia de sus movimientos. Apenas pellizcan el agua para llevársela. Me sorprende también su constancia. Esta tarde han vuelto. Buscan apagar un poquito la sed, después de un día de calor intenso. Pero noto que, con sus piruetas acrobáticas —esos juegos en el aire que sólo un niño podría dibujar—, esas golondrinas sedientas me quieren decir algo. Míralas tú también conmigo: se lanzan en picado, temerariamente, y, luego, con cuánta facilidad alzan el vuelo. ¿Eso no será una señal o el símbolo de algo más grande? Vuelvo al libro, a ver si la lectura me aviva el seso.

Y lo hace, como siempre. Leo que Stefan Zweig dice en sus memorias que lo mejor de todo era pasear con Rilke por París, “porque aquello significaba encontrar un sentido en las cosas de menor apariencia y contemplarlas, se diría, con ojos iluminados; [Rilke] reparaba en cualquier pequeñez”. Eso serán quizá estas golondrinas: otra pequeñez maravillosa que, “con la luz de los ojos y con la de las palabras” —de nuevo González Sainz—, podría convertirse en un símbolo de todos los veranos.

Porque estas golondrinas estivales sólo buscan, como yo —y como tú, y como todos— apagar un poquito su sed. No pretenden saciar de una vez y para siempre sus necesidades. Eso sería nefasto: hinchadas, no podrían regresar al cielo y allí hacer sus cabriolas y vivir a lo ancho. Buscan algo más sencillo: mitigar su cansancio y reponerse. Nosotros no buscamos cosa distinta. En rigor, lo que anhelamos para el descanso del verano no es ni “desconectar” ni “cargar pilas”. Se utilizan esas expresiones por la dichosa manía de compararnos con lo más bajo. Pero no somos máquinas que necesiten desenchufarse durante semanas o que, para sobrevivir, deban recargar sus baterías. Nuestras aspiraciones son más altas. Nuestra sed es infinita. Buscamos a Dios y nos urgen los demás. Ésa es, al fin, el agua que buscamos. Y haríamos bien en tomar algún trago este verano, como hacen a diario las golondrinas. Así que, en el crepúsculo, ya sea que el día raye o decline, robemos el agua de las piscinas.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).