De todas las emociones que el hombre es capaz de experimentar, el miedo ha sido una de las más utilizadas a lo largo de la historia por los mandatarios de todo signo para cincelar a voluntad su ideología sobre las mentes de los ciudadanos. Las fábulas, los cuentos, la mitología, o incluso el infierno bíblico no son más que un puñado de las infinitas expresiones de esta inquietud que tan recurrentemente se sacude con la vara de la política a fin de despertar en el pueblo la reacción deseada. No obstante, en una época como la actual, donde las emociones parecen haber asaltado el Congreso, uno podría pensar que España hubiera sucumbido a esta dictadura sensiblera sin ningún otro plan que el trazado por las sonrisas, las lágrimas y el espanto. Y es que, a diferencia de tiempos pasados, cuando el miedo era sólo una de las muchas herramientas con las que dirigir un país, actualmente parece haber sustituido a cualquier idea, gobernantes que se valen del estado de alarma social que ellos mismos ceban para gobernar en negativo, esto es, no planteando ninguna estrategia loable sino prometiendo que evitarán el horror que supone la que ellos dicen que sugieren sus adversarios. Una ideología que necesita llenar con miedo el vacío dejado por una lucha de clases que ya no existe y por unos principios morales abandonados a las puertas de la Moncloa.
Es precisamente el miedo la primera emoción mencionada en la Biblia cuando Adán, tras comer del fruto del árbol prohibido, responde a Dios: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí». A lo que Dios responde: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?». El temor se presenta como una de las sensaciones más primitivas de la persona, un mecanismo innato de supervivencia que no es sino la respuesta a un estímulo que se percibe como un peligro, una amenaza que en ocasiones no es más que resultado de la ignorancia.
Existe una diferencia esencial entre el miedo fundado en un peligro real —ese que los griegos representaban con la figura de Deimos— y aquel que encarnaba Fobos, el pánico en ausencia de un riesgo cierto, una ansiedad paralizante que anula cualquier tipo de resistencia y que infecta al cuerpo con uno de los peores temores: el miedo a tener miedo. El espanto anula la razón y sume a la persona en la más profunda de las angustias, donde, incapaz de discernir y rebosante de desesperanza, deviene presa fácil para sus depredadores, llegando incluso a preferir lo malo conocido que lo peor por conocer.
Si bien la inducción a esta congoja se ha ido fraguando durante años, ha sido quizá de un tiempo a esta parte cuando con mayor descaro se ha tratado de inocular a la ciudadanía el terror buscando anular el entendimiento y el pensamiento crítico, elementos ya deteriorados por una educación algodonada y endeble destinada a fabricar ciudadanos que, sin concebir la existencia de la desgracia, no contemplan otra vida que aquella en que sus desdichas personales son sofocadas por otros. La incultura juega así un papel decisivo al dotar a los gobernantes de la posibilidad de dibujar en el imaginario colectivo el rostro de los monstruos que supuestamente acechan y que tan sólo estos mesiánicos dirigentes conocen, quimeras extraordinariamente eficaces a la hora de dirigir el pavor ciudadano hacia lo que el gobernador pretende, haciendo olvidar al mismo tiempo todo aquello que le pudiera perjudicar. Fue precisamente así como el 8 de marzo de 2020 en España se alertaba del acuciante peligro que suponían los asesinatos de mujeres a manos de hombres mientras que en Italia el coronavirus ya llenaba las UCIs. Medios y políticos que de la noche a la mañana pasaron de sedar a los españoles acerca de una pandemia que se cobraría la vida de decenas de miles de españoles, a clamar contra todo aquel que osa cuestionar cualquier medida impuesta pese a no estar justificada.
Quizás sea esta volubilidad uno de los rasgos más elocuentes del miedo como catalizador de la subyugación colectiva. Los resultados electorales en Andalucía que desencadenaron una «alerta antifranquista», la navaja y las balas recibidas en sobres por varios miembros del Gobierno durante la campaña electoral de Madrid, la fingida agresión homófoba de Malasaña, la supuesta nostalgia franquista que no se materializó en nada al exhumar al dictador…son sólo algunas de las expresiones de la utilización del miedo como revulsivo de la política actual. Lejos quedan ya los planteamientos hobbesianos donde era la amenaza que representaba el egoísmo inherente al hombre la razón de El Leviatán como encargado de preservar la paz a través de la fuerza. Hoy ésta es sustituida por toneladas de ficciones intangibles que los temerosos jamás llegarán a ver, pesadillas omnipresentes cuyo crecimiento está únicamente limitado por la imaginación del ciudadano, y que han demostrado ser herramientas eficaces para indicar a la población qué ha de temer. Una tiranía del miedo que pretende obligar a los españoles a vivir atormentados por un franquismo gaseoso mientras permanecen serenos ante la vulneración reiterada de sus derechos fundamentales por parte del Ejecutivo, jóvenes que no temen a terroristas laureados cada semana en el País Vasco pero suplican a los gobernantes que les liberen de la llegada inminente de una ultraderecha salvaje, o incluso familias enteras que viven intranquilas pensando en la llegada al Gobierno de unos partidos que les dejarán en invierno sin la calefacción que hoy ya no pueden permitirse pagar, o que les arrebatarán el empleo que no tienen.
Si la confección de estos espejismos del pánico es relevante, aún más lo es presentarlos como la latencia perpetua de un peligro, convertirlos en una posibilidad indemostrable pero permanentemente anunciada. Sólo así se llega al aislamiento y el susto necesario para instalar esa «servidumbre voluntaria», una realidad donde ese contrato social entre el gobernante y los ciudadanos no nace de la libertad del individuo, sino que ésta queda viciada por el sobresalto y la alarma hacia ilusiones forjadas por aquellos que buscan concentrar poder avivando el miedo y manifestarse capaces de aplacarlo. Una sociedad, en definitiva, que, como ya enunció La Boétie, «se acostumbra a servir. Y sirve más a gusto sin saber a qué amo, ni tan sólo si lo tienen, y lo temen todos sin jamás haberlo visto». Sólo así se entiende que un 10% de los españoles rechace la idea de que la democracia es la mejor forma de gobierno, siendo uno de los países que, según el reciente estudio del Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, valoran menos la democracia.
El temor es sin duda uno de los principales pilares en que se sostiene la política actual, una herramienta que permite a los mandatarios con insaciable sed de poder esquilmar a los ciudadanos para satisfacer su voracidad. No obstante, la sobredosis de miedo hace que, al no ser éste un estado natural continuo del hombre, el pánico se desvanezca. Y es que el tirano se arriesga a que la sociedad acabe como el pueblo cubano, gritando en la calle: «Nos han quitado todo. Hasta el miedo».