Existen ciertos lugares en los que uno se quedaría a vivir, sin dudarlo y para siempre. Lugares de los que no se quiere marchar y en los que uno es, en definitiva, feliz. Esos sitios son como pequeñas islas de bienestar o, dicho de otra forma, píldoras que se van tomando para estar bien con y en el mundo. Puede que sean olores, quizá sabores o sonidos, una tonalidad en el cielo que nos lleva a otro lugar, un párrafo de una novela o, cómo no, las escenas de una película. La cosa es que de ellos no nos queremos ir y que, si por algún motivo debemos hacerlo, ansiamos volver cada segundo. En mi caso la retahíla de esos lugares es larga y los finales felices ocupan un puesto privilegiado en ese listado porque, ya lo adelanto, me gustan mucho y quiero quedarme eternamente en ellos. Así de claro.

No quiero ocultarles que no predico con el ejemplo y estoy seguro de que saben, si me han leído antes, que frecuento las historias que terminan, bueno, de esa manera, digamos que dejando tu cabeza, tu corazón y tus sentimientos llenos y rellenos de tristeza, de pesar. Quizá, también, alguna lágrima. Pero estoy aquí, intentando defender con esta columna que al cine se debe ir para ser feliz. Es más, muy feliz. Ya veremos si lo consigo. Y lo defiendo porque soy de la creencia de que, si uno tiene el buen hábito de ver una película cada noche, la mitad de ellas deberían tener un final feliz, un happy end de manual, ser de las de un buen sabor de boca. Porque, aunque a las películas se ha de ir siempre, ha de hacerse con más frecuencia cuando todo lo demás falla.

Y cuando todo lo demás me falla me gusta saber que la familia Von Trapp escapa de los nazis y ver cómo llegan todos juntos a Suiza y que, una y otra vez, van a lograrlo. Me gusta que Cary Grant descubra por qué Deborah Kerr no cumplió con su cita en el Empire State y se besen. Me gusta que en la película siempre ocurra así, que nunca cambie. Y también me chifla que la quiera tanto como para que un traspiés romántico de ella con Robert Mitchum le haga sentirse «disgustado, muy disgustado, desdichado, como perdido y muy solo». Aunque ella vuelve con él, claro. ¿A quién pretendo engañar? Me gustan todos los finales en los que Cary Grant gana y se lleva a la señora Thornhill en tren. Me gustan los finales en los que el que no se quiere enamorar se enamora, y el que no cree termina creyendo. Me gustan los finales en los que Woody Allen se queda con la chica, en los que Meg Ryan encuentra a Tom Hanks en la cima del rascacielos, maldito McCarey, y en los que el amor de Spencer Tracy y de Katherine Hepburn transciende de la pantalla y puedes tocarlo.

Me gusta que las cosas terminen bien, aunque sea en la tristeza de no volverse a ver. Pienso en Humphrey e Ingrid en Casablanca, o en Gregory y Audrey en Vacaciones en Roma. Porque hay tristezas que son felices y hay amores que nunca se van a poder vivir pero que, quizá gracias a eso, tampoco se van a acabar. Porque hay amores que la vida, gracias a Dios, no permite que se desvanezcan. Y es que lo que se vive en ellos es tan extraordinario que, aunque no se pueda materializar en el futuro, vale la pena. Con eso me alcanza. Y me gustan mucho los finales en los que él se presenta en esa fiesta de Nochevieja porque sabe que está ella. Entonces suena esa canción que los anglosajones tocan para las despedidas, Auld Lang Syne, se encuentran y le dice eso de que la quiere, confíando en que, de una vez por todas, puedan estar juntos. «He venido aquí esta noche porque cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida comience lo antes posible». Sus miradas, y tú, os dais cuenta de que es ese momento. El beso.

«¿Me oye, señorita Kubelik? Estoy locamente enamorado de usted». Yo creo que hay historias que no deberían terminarse nunca, pero, de hacerlo, mejor con algo feliz. Y no encuentro nada más feliz que ese último, trascendental, útil, codiciado y popular beso. El buen sabor de labios. «No diga más y juegue». Fundido en negro.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.