Las primeras horas del 20 de noviembre de 1975 sorprendieron a los españoles con la noticia del fallecimiento del general Francisco Franco Bahamonde a los 82 años. Quien había gobernado España durante casi cuatro décadas perdía la vida durante la madrugada y tras haber padecido una larga agonía que se extendió durante casi un mes.
Los españoles habían podido escuchar al general en su última aparición pública el 1 de octubre, Día del Caudillo —en conmemoración de la fecha en la que la Junta de Defensa Nacional proclamó a Franco en 1936 como Jefe del Estado y Caudillo de España— desde el balcón del Palacio Real. La abarrotada multitud, congregada en la Plaza de Oriente, escuchó las postreras palabras públicas de un Franco con la salud mermada en las que subrayaba el agravio al que habían sido sometidas algunas delegaciones diplomáticas en Europa como protestas por los últimos fusilamientos de su gobierno: tres terroristas del FRAP y dos de ETA político-militar.
En esta línea, Franco se hizo eco de la destrucción y saqueo del Palacio de Palhavá en Lisboa, sede de la Embajada de España el 27 de octubre de 1975 por parte de izquierdistas: «Todo obedece a una conspiración masónica izquierdista en la clase política en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que, si a nosotros nos honra, a ellos les envilece». Y cerró su intervención alentando a los asistentes: «Evidentemente, el ser español ha vuelto a ser hoy algo en el mundo. ¡Arriba España!».
Tras su muerte, los restos mortales de Franco, vestido con su uniforme de capitán general, fueron velados en privado en una capilla del Pardo y, después, se abrió el velatorio al público en el Salón de Columnas del Palacio Real. Por allí, pasaron ese día centenares de miles de personas, dejando imágenes icónicas como la del obrero vestido con su mono azul de trabajo cuadrado frente al ataúd de Franco y haciendo el saludo militar.
Con la capilla ardiente cerrada, la mañana del 23 llegaba el momento de trasladar el féretro de Franco al lugar en el que se creía que sus restos iban a reposar de forma definitiva hasta su profanación y traslado al cementerio de Mingorrubio el 24 de octubre de 2019: el Valle de los Caídos.
En la propia Plaza de Oriente, el recién coronado Juan Carlos I y la reina presidieron el funeral de corpore insepulto, oficiado por el obispo de Toledo y cardenal Primado de España, Marcelo González. Después, comenzó el cortejo fúnebre que trasladó el ataúd de Franco al valle sobre un camión militar Pegaso 3050 (emblemática automovilística española vendida a capital extranjero tras la entrada de España en la Comunidad Económica Europea), escoltado por lanceros de la guardia y por un escuadrón motorizado de la Guardia Civil.
Su recepción en el Valle de los Caídos estuvo cargada de solemnidad. Ante la muchedumbre congregada en la explanada se celebró una misa de campaña y los monjes benedictinos recibieron al cortejo fúnebre alzando la cruz al cielo. Los familiares y allegados de Franco cargaron con su ataúd bajo el cántico del Cara al sol, el Oriamendi y el Novio de la muerte, himno de la emblemática Legión Española, de la que Franco fue uno de sus primeros oficiales.
A las puertas de la basílica, el ataúd fue llevado por miembros del Regimiento de la Guardia de Honor hasta su sepulcro, situado entre el altar Mayor y el Coro de la Basílica, en el lado opuesto donde yacía José Antonio, inhumado allí el 31 de marzo de 1959, un día antes de la inauguración del Valle de los Caídos. El coro y la escolanía entonaron el réquiem In Paradisum. Tras ello, el órgano hizo sonar el himno de España y, tras la bendición del sepulcro, se depositó el féretro de Franco y se colocó sobre él la pesada losa de granito con su nombre y que guardó su cuerpo hasta el día de su profanación.
Esta cuestión ha sido la punta de lanza utilizada por quienes defendían desde sacar los restos del Caudillo del Valle —bajo el mantra de que lo construyó como «su mausoleo»— hasta la senda de la destrucción a la que está siendo llevado el Valle de los Caídos en la actualidad. Pero, ¿concibió en realidad Franco el Valle de los Caídos como su propia pirámide de Keops?
La realidad es que el Valle de los Caídos fue concebido para materializar una idea que llevaba en la mente de varios generales nacionales y religiosos desde antes del final de la Guerra Civil española: construir un monumento funerario en honor a los caídos en la Cruzada, en el que se les diera responso perpetuo. Este lugar no fue elegido hasta un día de enero de 1940, cuando Franco y Moscardó recorrían en coche la carretera de Guadarrama en dirección a El Escorial. Allí se encontraron con el Pinar de Cuelga Moros, conocido en la comarca como «Cuelgamuros».
Su construcción se inició el 1 de abril de 1940 y en todo el tiempo que duró pasaron por allí 3.000 trabajadores. Aquí entra otro de los tópicos falaces que insisten en que el Valle fue construido por presos políticos. Sin embargo, tal y como indica Alberto Bárcena en Los presos del Valle de los Caídos (San Román, 2015), la cifra de reclusos que trabajaron allí osciló entre los 515 y los 800, según los informes del Patronato Central de Redención de Penas.
Estos presos no eran sacados a la fuerza, sino que tenían que solicitarlo, rellenar un formulario para su traslado y acogerse al sistema de redención de penas. Tenían un salario estipulado similar al de los obreros libres y, tal y como afirmó el antiguo recluso Jesús Cantelar a Daniel Sueiro en su libro La verdadera historia del Valle de los Caídos (Tébar Flores, 2019): «Trabajando seis u ocho años en el Valle sabías que tenías la libertad asegurada».
Por otro lado, pese a que el Valle de los Caídos fue concebido en principio para dar sepultura a los soldados muertos en combate de la Cruzada Nacional, antes de su inauguración Franco dejó claro que el monumento se levantaba a todos los caídos y había de ser símbolo de reconciliación fraternal de las Españas. Por ese motivo, de los 33.847 inhumados en el Valle de los Caídos, 28.000 personas pertenecieron al Bando nacional y el resto al republicano. Así lo decía el Decreto-ley publicado el 23 de agosto de 1957:
«Por ello, el sagrado deber de honrar a nuestros héroes y nuestros mártires ha de ir acompañado del sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico.
Además, los lustros de paz que han seguido a la victoria han visto el desarrollo de una política guiada por el más elevado sentido de unidad y hermandad entre los españoles. Este ha de ser, en consecuencia, el Monumento a todos los caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz.» (Boletín Oficial del Estado, 5 de septiembre de 1957)
Y aquí cabe destacar el último mito sobre el Valle de los Caídos: ¿Quiso Franco ser enterrado en el Valle de los Caídos? No hay evidencia escrita de que así fuera y tampoco hay documentación que secunde la tesis utilizada por la izquierda española de que el Valle de los Caídos fuera ideado por Franco como su megalómano mausoleo personal.
La decisión de que los restos de Franco fueran sepultados allí fue tomada por Juan Carlos I, que el día 22 dirigió una carta al abad del Valle donde le solicitó que recibiera el cuerpo del Caudillo y lo situase «en el Sepulcro destinado al efecto, sito en el Presbiterio entre el altar Mayor y el Coro de la Basílica».
Es más, la tesis de que Franco quiso enterrarse allí sólo se sustenta sobre las declaraciones de uno de los arquitectos del Valle, Diego Méndez, quien quien afirmó que Franco se lo transmitió en una conversación durante las obras. Sin embargo, esa hipotética conversación no puede contrastarse con ninguna otra fuente, por lo que resulta insuficiente para afirmar la hipótesis de que Franco construyera el Valle de los Caídos para ser enterrado allí.
Los mitos sobre la construcción y el significado del Valle de los Caídos han resultado insostenibles desde un punto de vista ceñido a las evidencias históricas. La realidad es que el Valle de los Caídos fue ideado como el símbolo bajo el que las heridas abiertas por la guerra debían quedar cerradas bajo los brazos pacificadores de la Cruz más grande del mundo. Y allí, los monjes benedictinos debían orar por la almas de aquellos que cayeron en una trágica guerra, pidiendo por su descanso eterno, y favoreciendo así la unidad y hermandad entre españoles bajo el sentimiento de perdón y superación.


