Franco y el rey

La Corona nace del 18 de julio, mal que pese a algunos, y de las leyes del régimen, especialmente la Ley de Sucesión de 1947 y la designación de 1969

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El año en que murió Franco, 1975, la edad mediana de los españoles era de 29 años. No cabe duda de que las políticas del régimen del Caudillo eran eminentemente natalistas. Medio siglo después, es de casi 48 años. La edad mediana indica la cifra que deja exactamente al 50% de la población por debajo y a la otra mitad por encima. En 2025 hemos conseguido el dudoso logro de que la edad mediana coincida con la mediana edad. Las consecuencias más evidentes del espectacular envejecimiento demográfico que sufrimos son un gasto público en pensiones disparado, una menor población activa, un aumento exponencial del gasto sanitario… y una prensa que toca de oído rememorando el cincuentenario de la muerte del dictador. Nos asomamos estos días a artículos de opinión y testimonios audiovisuales que van de los adalides de la Ley de Memoria Democrática a una especie de furor «Movidalegendario». Soportar las rimas, cuentos y leyendas sobre la «Movida», la Transición, el destape y la libertad sin ira está siendo casi más duro que los delirios del año Franco del Gobierno socialista, que han quedado en agua de borrajas.

La mitad de la población hemos nacido en democracia, por lo que cada vez nos quedan menos testimonios directos del franquismo. Además, en su mayoría son de personas que tienen recuerdos infanto-juveniles. La progresiva escasez de testigos se aprovecha para imponer un relato oficial, como ya se ha hecho respecto a la Guerra Civil o como se está intentando con el Valle de los Caídos. Por eso es tan importante la iniciativa de LA IBERIA reuniendo a los mejores historiadores y analistas de nuestro país.

La efeméride, y la inmerecida invitación de Antonio O’Mullony a participar en este especial trufado de firmas autorizadas, me pilla hojeando la biografía de Juan Carlos I publicada hace una década por Laurence Debray, autora de Reconciliación, las memorias autorizadas del emérito que verán la luz en diciembre en nuestro país. La historiadora es hija del revolucionario marxista Régis Debray, crítico feroz del franquismo que en 1975 entregó un manifiesto contra las últimas penas de muerte, firmado, entre otros, por Sartre y Foucault. Se da la paradoja de que el antifranquismo que impide a la escritora la debida objetividad histórica en su libro de 2014, es matizado por el propio don Juan Carlos en la obra publicada en 2025. De todas formas, Debray no cuenta versiones muy distintas de las que podemos leer estos días en tribunas de cualquier diario plenamente alineado con el régimen actual.

La evolución política española entre 1931 y 1975 sólo puede entenderse admitiendo que la monarquía contemporánea no es una restauración dinástica, sino una instauración deliberada impulsada por Franco desde 1947. Debray presenta a Franco como un opositor a los Borbones y temeroso de la legitimidad de don Juan. Sin embargo, el Caudillo era monárquico por convicción. Tras el hundimiento de la monarquía en 1931, la institución había perdido toda base popular, lo que exigía reconstruirla desde nuevos fundamentos jurídicos y políticos.

En este marco, la Ley de Sucesión de 1947 es el primer paso para dotar a España de un «reino sin rey», con Franco actuando de facto como regente. Don Juan, pese a su legitimidad dinástica, habría demostrado, como si se empeñara en su inviabilidad, una ambición impaciente y una trayectoria política errática: entre sus errores se incluiría el Manifiesto de Lausana de 1945, donde denunciaba el carácter fascista del régimen y exigía la retirada de Franco, un gesto que lo situaba en abierta confrontación con el poder constituido.

Otra inexactitud en el relato de la historiadora francesa aparece con la percepción del apoyo social a la monarquía durante los años 30 y 40. Debray describe un escenario en el que la causa monárquica conserva una presencia significativa: menciona movilizaciones ante la residencia de Don Juan, un notable entusiasmo tras su llegada a Portugal en 1946 y el respaldo de centenares de figuras influyentes que firman el saluda. Incluso sostiene que, quince años después del exilio de Alfonso XIII, la monarquía seguía contando con un núcleo amplio y activo de partidarios.

La monarquía cayó en 1931 como una «cáscara muerta» (José Antonio Primo de Rivera), abandonada incluso por los conservadores, y durante la década de los cuarenta no existía un verdadero movimiento monárquico popular. La realidad es que los apoyos a don Juan provenían apenas de círculos aristocráticos reducidos, y el pueblo español sólo aceptó la idea de una monarquía porque el prestigio personal de Franco arrastró el voto afirmativo en el referéndum de 1947. Donde Laurence Debray ve entusiasmo monárquico, no había más desierto social para la causa borbónica.

Desde 1947, España quedó jurídicamente definida como un reino, aunque sin monarca efectivo hasta la muerte de Franco en 1975. La Ley de Sucesión, sometida a referéndum y ampliamente respaldada, otorgó al Jefe del Estado la facultad de designar heredero. A partir de entonces, Franco asumió la función regencial según una tradición histórica que entendía la continuidad de la Corona por encima de las personas concretas que la encarnaran.

El franquismo abordó la cuestión sucesoria de forma gradual, consciente de que la caída de la monarquía en 1931 había evidenciado su desvinculación del sentir popular. En las décadas posteriores, las opciones posibles fluctuaron entre diversos aspirantes, pero la figura de don Juan se fue debilitando progresivamente. De esta situación surgió la decisión estratégica de centrar los esfuerzos en su hijo Juan Carlos, cuya trayectoria pública comenzó a moldearse a mediados de los años sesenta mediante la llamada Operación Príncipe.

El objetivo era doble: por un lado, familiarizar a la sociedad española con quien, llegado el momento, asumiría la Jefatura del Estado; por otro, garantizar una transición estable que preservara la unidad nacional. Si Franco era monárquico era porque la monarquía constituía un símbolo de unidad de la patria y de su permanencia. La designación de Juan Carlos como sucesor en 1969, aprobada por una holgada mayoría de las Cortes, cerró el proceso jurídico iniciado dos décadas antes.

A pesar de las incertidumbres personales que Franco pudo albergar, confió en que el nuevo monarca mantendría la continuidad institucional, sería fiel a su juramento de cumplir y hacer cumplir los principios del Movimiento Nacional y culminaría la evolución política que ya se insinuaba desde el desarrollismo de los años sesenta. Tras 1975, Juan Carlos ejerció con plenos poderes de Jefe de Estado, sin limitaciones, y orientó el Estado hacia un sistema constitucional.

Un aspecto no menor que lleva a equívoco estos días es la confusión deliberada que hace pensar que Juan Carlos se convierte en rey por la Constitución. Es al revés: la Constitución refrenda una legitimidad ya existente. La Corona nace del 18 de julio, mal que pese a algunos, y de las leyes del régimen, especialmente la Ley de Sucesión de 1947 y la designación de 1969. Si el rey careciera de legitimidad antes de 1978, la propia Constitución sería inválida, pues habría sido impulsada por un monarca ilegítimo. En suma, la Corona actual es la continuación jurídica del proceso instaurador del régimen franquista, no una creación constitucional.

Y el resto, la deriva disolvente posterior, es historia. Cincuenta años de historia.

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