El día que se apareció la Virgen en Zaragoza a Santiago le sorprendió algo: aquella joven nazarena tenía un nuevo rostro, facciones distintas, un acento desconocido. La Virgen del Pilar se llama así no sólo porque se apareciera subida a una pilastra, sino porque nada era más zaragozano que la dureza de su carácter. Yo me imagino una Virgen tozuda, muy cabezona, empeñada en llevar al Apóstol hasta Finisterre.
En México pasó algo parecido cuando la Virgen hizo de las suyas en Guadalupe. La blanca mujer guapa de todas las pinturas de todos los Murillos y Zurbaranes de pronto parecía tener una tez morena, un acento familiar y unas palabras nada lejanas. La Virgen es desde entonces tan arábiga como iberoamericana, como desde hace algunas décadas también es japonesa —su rostro en Akita no oculta nada: ojos rasgados, piel pálida, larga cabellera—.
Con el Papa Francisco pasa algo parecido. Desde el principio del pontificado los vaticanistas han ido comentando un rumor que los años han confirmado: el pontífice argentino tiene en jaque a sus hombres de seguridad porque su improvisación es verdadera y de cuántos mates habrá chupado ya Francisco. La audiencia de los miércoles está en rojo en los calendarios de Roma como el día en que el Papa puede ponerse en riesgo una vez más, y vaya si lo hace.
No es que el Papa sea la Virgen pero la sierva del Señor y el siervo del Señor comparten cierta hermandad en su servicio y por eso la una aparece con ropajes de la India como Nuestra Señora de Velankanni y el otro pasea por el mundo con un gorrocóptero. Francisco lo mismo disfruta de un gelatto italiano que de un gorro florido de las tribus de Papúa Nueva Guinea. Su empeño por llegar a la periferias –ahora mismo está en Timor Oriental– le ha empujado a adoptar rostro, cabeza y lo que haga falta. A veces la servidumbre se concreta en un poncho de tejidos recónditos.
Es una pena que los nuevos tradis no sepan latín. Desde la antigua República el pontífice es el encargado de tender puentes. Ese «pons facere» del pontifex pone a Francisco una tarea que el argentino está cumpliendo con creces. Si la universalidad de su ministerio petrino no se concreta en gestos, gorros y otras chorradas tan particulares, tendríamos un Papa como de Zurbarán. Muy bonito, muy poco creíble. Yo estoy deseando que venga a España para que un grupo de niños de San Ildefonso le coloquen, como en otros países, nuestro gorro más tradicional. Me debato entre la barretina, el chapiri o la montera. Pero lo que más me convence es un Papa con tricornio.