La semana pasada fue el cumpleaños de mi abuelo, el almirante, y yo ese día me acerqué a la residencia donde vive para verlo, para estar con él y felicitarle, para darle una sorpresa y llevarle una caja de bombones, que le encantan. Él siempre dice que no, que no los come, que el dulce le empacha y que nunca fue nada goloso, larpeiro, como se dice en Galicia, pero que, bueno, que me los acepta porque así le puede dar alguno a sus compañeras de residencia como gesto de cortesía. A mí no me engaña, yo sé bien que se los come él que, además de ser un caballero, es un glotón.

Y ese pensamiento de que mi abuelo es un caballero es precisamente lo que me lleva a cavilar, teniéndolo allí delante con el pelo más blanco que se puedan imaginar y su Montblanc Meisterstück en el bolsillo de la camisa —porque el que tuvo retuvo e igual aún hay que firmar algún documento—, en lo mucho que me gustaría llegar a tener algo de él. En que ojalá, cuando no esté aquí conmigo, Dios quiera que, dentro de mucho tiempo, llegue un día a darme cuenta de que sí, de que soy un poco como él, de que hay algo de él en mí y que, entonces, siendo mi pelo también blanco, yo sea un poco ese almirante. Es por eso por lo que, con la intención oculta de ponernos a pensar en mi abuela, de que me contase cómo fue su historia de amor y de recordarla mucho, me lancé a contarle uno de los tweets que había puesto unos días antes.

La cosa es que allí estábamos, sentados en el jardín de la residencia, caja de bombones mediante, y yo quería sacarle el tema del tweet y no veía ni el momento ni la forma. Comencé a explicarle un poco cómo funciona eso de Twitter: que si uno pone un comentario utilizando no sé cuántos caracteres, que si tienes una serie de personas que te siguen y a las que sigues, que si das me gusta o retweet cuando algo te llama la atención, que si no sé muy bien las diferencias entre por qué y cuándo se ha de elegir una u otra opción, en fin, que yo le puse un poco en contexto de todo y aquello, al menos para entendernos, nos sirvió. Luego le enseñé el tweet, ése en el que animo para regalar flores a las personas que queremos, a todas esas «ellas». Pero vamos, que me refería a las personas que queremos.

Unos cuantos bombones después, mi abuelo empezó a recordar una retahíla de cosas bonitas que superaron con creces mi objetivo inicial. Me preguntó que, si le recordaba a él, casi a diario, recortando el césped de nuestra casa. Claro que lo recuerdo, ese olor de césped recién cortado ya he dicho en alguna ocasión que es uno de los de mi infancia. Pues resulta que él lo hacía con esa frecuencia porque a ella, a mi abuela, le encantaba ese mismo olor, y que él lo sabía perfectamente. Me confesó que cuando iba a los recados daba una vuelta más larga mañana tras mañana porque a ella le gustaba el pan que hacían en aquella panadería del pueblo de al lado. Me contó cómo cada año pedía el último CD de Andy y Lucas porque era a mi abuela a quien le encantaban, pero por lo visto aquello le acomplejaba porque no eran «música de señorita», decía. Porque mi abuela era una señorita, y él —la mejor tapadera que yo haya visto en mi vida— nos tenía a todos engañados. Y entonces yo le recordé aquel día en que, mientras comíamos los tres, mi abuela me contó cómo la tarde anterior había pillado al susodicho merendando bizcochos de soletilla mojados en Sansón con cierto todo acusador y cómo él, a esa acusación, negó la mayor. Le conté que aquel día yo me había fijado en sus miradas, y que en ellas había una complicidad que yo decidí que quería vivir en mi vida. Se trataba de esa complicidad que se tiene cuando uno esta seguro de que cuando aquella botella de Sansón o el paquete de bizcochos se terminen habrá otro y otro y otro que los repongan. Esa complicidad que da tener una broma recurrente. Ella acusadora y él, culpable, declarándose inocente.

«Yo le he regalado muchas flores a tu abuela y seguiré haciéndolo hasta morirme, aunque ya no las pueda oler». Pero yo eso ya lo sabía, porque él le traía un ramo los domingos, junto con el Pronto, eso lo he visto yo. Lo que no sabía, y esa tarde me confirmó, es que las margaritas era las flores favoritas de ella y que son las que encargó el día del funeral. Y entonces la vida superó todo y me llevó al cine, mi cabeza vino aquello de Meg Ryan en Tienes un e-mail, aquello de «Me encantan las margaritas», que dice cuando Tom Hanks le regala un enorme ramo de ellas. «Lo sé», le contesta él. Y me di cuenta de que donde antes me veía a mí mismo y a mi ella, ahora veía a mi abuela siendo un poco Meg y a mi abuelo siendo un poco Tom. La magia de la vida, en este caso. O del cine, de nuevo. No lo sé. En el fondo es lo que tiene que ser siempre, saber lo que le gusta, conocer hasta el mínimo detalle, prestar toda tu atención. Da igual que seas Tom Hanks en una comedia romántica o un gallego enamorado. ¿Que puedes hacerte un poco el loco, el despistado? Sí, lo cortés no quita lo valiente. Esa estratagema para que se piense que no sabes, que no te das cuenta, que estás a otra cosa, la hemos hecho todos, pero tú, ahí, siempre, ojo avizor y atento a los detalles.

Y es que, al final, lo bonito de todo esto, quiero decir de la vida, es hacer que las personas a las que queremos sean felices, hacer que se den cuenta de lo especiales que son, que se noten y sientan mimadas, cuidarlas, consentirlas, escucharlas, besarlas. Y esto es así, aunque muchas veces se nos olvide. Por eso, ahora y siempre, diré lo de regaladle flores, bombones, flores y bombones, entradas de cine, ese libro que vio en la librería de viejo que frecuenta y que te comentó, hace ya unos cuantos meses, que le gustaría tener. Pedid cena y ved juntos su película favorita, escuchad esa anécdota mil y una veces, reíd sus chistes, aunque malos, hacedle carantoñas y volved a regalarle flores. Haced que se acostumbre a eso, que sea lo habitual, que sea lo que espera de vosotros. Sencillamente hacedlo, porque algún día no podréis, como mi abuelo. Porque algún día ella no podrá oler las flores.

Yo, la semana pasada, le prometí a él que lo haré. Así que a ello.