Igual que no me molestan los lunes y odio los martes, enero me pasa sin pena, pero no soporto febrero. Supongo que es porque del impulso del año nuevo apenas queda una sombra y, a la vez, los propósitos siguen suficientemente frescos para tener presente que los estamos ya incumpliendo. Sin embargo, este año habrá sido la excepción que confirma la regla: febrero ha sido bonito. Ha pasado el mes en un tris y de repente marzo ha llegado trayendo la cuaresma y con la primavera pisándole los pies. Los veintiocho días han durado realmente un suspiro. Es curioso: frases de este estilo las oía a mis mayores y no hace tanto las tachaba de absurdas. Hará unas semanas, me sorprendí al ver que uno de los discos de hace poco de Els Amics de les Arts cumplía los diez años de su estreno. Ah, el tiempo, tan objetivo e igualmente tan grotescamente subjetivo.

Decidí poner fin a la gran laguna de no haber leído el Antiguo Testamento completo. Sé que es empresa que habrá de durar unos cuantos meses y para la que no tengo -como no tengo para nada- ninguna prisa. Me hice con una Biblia de letra normal, que viene con mucha advertencia porque no lleva notas al pie de página que expliquen la interpretación correcta -es sólo una-, pero que es mucho más agradable a la vista. He leído el Génesis y el Éxodo con fascinación por la riqueza literaria que exhalan en esa forma de narrar tan pedagógica, de cuento familiar. Además, llama la atención cómo, desde el inicio, esa historia de la salvación está repleta de disputas familiares y hombres rotos.

Otra gran laguna que he asaltado también este mes ha sido La Divina Comedia. Dante suena poderoso y puede pensarse que es poco accesible. No obstante, compruebo de nuevo que los clásicos son clásicos por algo. Y con relación a ello: si no es por asuntos profesionales, cada vez me resultan más prescindibles las explicaciones minuciosas que dan la clave para comprender una obra, como si el lector medio no tuviera la capacidad para disfrutar de un texto sin la iluminación de algún estudioso experto en el tema.

He empezado un par de libros que he abandonado al poco. Y no vengo hablar de ellos, sino a hacer bandera de no obstinarse en seguir una lectura con la que no se esté disfrutando. Con la de alternativas disponibles, qué necesidad habrá de pasarlo mal. Hay libros que no casan con todos los gustos o que no encajan con todos los momentos. Forzar la conexión no suele dar en ningún campo buenos resultados. Mejor dejarlo para más adelante, aunque más adelante termine traduciéndose a menudo en un nunca. Qué más da.

Al hacer repaso de febrero, me doy cuenta de que no he visto ni una sola película en todo el mes. Vi algún capítulo de Father Brown, una serie de la BBC muy inocente y simpática, que se deja ver cuando uno está cansado y no quiere complicaciones. En esa misma línea, también vi algunos capítulos de El pueblo, que junta todos los estereotipos posibles de España en unas escenas entre costumbristas, cómicas y algo nostálgicas (aunque temo que, conforme avanza, la serie se empobrece bastante). Y como buena partidaria de volver a lo que nos gustó, he vuelto a Mad Men, que todavía no ha perdido nada con los años. Y si nos gustó fue por la estética, por los cambios bien retratados de la época, por la lucidez de los diálogos. Sobre todo, nos gustó porque trata de conflictos internos, de aspiraciones y fracasos, de buenas intenciones y debilidades, de ansias de amor y vulnerabilidad, de errores, orgullos y recomienzos, de búsqueda de paz. Mad Men habla, en fin, de cada uno de nosotros.