Cuando se casa quien es tu primo y tu padrino a uno le invade por dentro un orgullo filial, porque él ejerce desde el cariño y la responsabilidad un cuidado casi paternal sobre tu vida. La emoción y la ilusión de poder ser testigo en tan señalada fecha le llegan desde que le anuncian el enlace, explota el día esperado por todos y se alarga hasta bien pasados los meses, dejando paso a la gratitud y a la admiración. En pleno éxtasis y en medio del banquete, mi prima M. me espetó que, tal vez, soy muy exigente a la hora de buscar novia. Aquella afirmación, soltada (quién sabe) si por soplo divino ya que se fue tan rápido como la soltó, sin dejar tiempo a réplica, me dejó titubeante. Tiendo a mirar con escepticismo las listas elaboradas meticulosamente por quienes buscan un noviazgo porque, con frecuencia, suele ser una retahíla de virtudes que debe hacer gala el futuro cónyuge. Como si de anteojos se tratase, aquella lista de deseos ciega en muchas ocasiones a su autor, porque convierte sus exigencias en un fin y olvidando de que éstas han de ser un medio para querer a la otra persona. No me termino de fiar de la citada lista porque se puede caer en la tentación de mezclar exigencias nobles con exquisiteces y pueden hacer de uno una persona rígida.

No es ningún secreto que nuestra sociedad se caracteriza por un consumismo exacerbado. Constantemente estamos cambiando de ropa y de móvil. Nos hartamos con facilidad de los mismos planes y demandamos experiencias nuevas. Detestamos la costumbre y, en cambio, idolatramos la innovación. Drogodependientes de lo novedoso, nuestras exigencias aumentan exponencialmente, se expanden como el musgo por la roca húmeda. Hasta tal punto ha llegado el consumismo que ya no acompañamos a las personas, sino que las consumimos y nosotros, sabedores de ello, absolutizamos nuestro tiempo. Con el temor de ser utilizados, reservamos el tiempo que disponemos para, únicamente, aquello de lo que puedo sacar partido o para las personas que me han demostrado que no se aprovechan. Qué difícil es hoy día tomar un café con cualquiera. Cuánto nos cuesta compartir el tiempo y, además, procuramos constantemente optimizarlo y exprimirlo todo cuanto sea posible. Tenemos el móvil repleto de horarios y de alarmas, todo medido, para poder recortar todo el tiempo posible. El hombre moderno cree firmemente que lo instantáneo es una característica de lo valioso.

Este sesgo consumista ha provocado que veamos a los demás como opciones y no como oportunidades. Cuando nos topamos con alguien, generalmente nos interrogamos sobre si esta persona nos conviene, qué nos puede aportar o la comparamos con el ideal que nos hemos fabricado sobre cómo ha de ser nuestro amigo o pareja ideal. Así, enfocados en las exigencias, perdemos de vista al prójimo. Anonadados en nuestras pretensiones, dilapidamos la oportunidad de saber del otro. Creo que hemos de preguntar más veces por qué. Por qué piensas así; qué te hizo actuar de aquella manera; cómo has llegado a esto que me cuentas. Son preguntas difíciles de hacer porque nos exigen atención, escucha y memoria. Nos obligan a estar enfocados en aquello que se me está contando, poniendo todos los sentidos, y conseguimos desarmar al interrogado y es justo en ese momento cuando contemplamos su verdadero rostro. No requerimos de descripciones, por muy detalladas que sean, para conocer. Cuántas veces he escuchado (y vivido) que, por decir sí a un paseo, a una cena donde no conoces a nadie, uno sale con buenos amigos. Sé de afortunados que incluso salen bajo el brazo de su futura mujer. Frente a ideales abstractos, que en ocasiones son un sumidero de nuestra atención, descubramos los dones que hay escondidos a nuestro alrededor. Atrevámonos a explorar las profundidades del ser del otro. Buceemos en sus opiniones, recuerdos y anhelos; podemos esperar una gran aventura si nos decidimos a ello. Para hallar lo bueno, lo bello y lo verdadero se requiere de tiempo.